EL CIRCO POPULAR
Iván Vera-Pinto Soto
Uno
de los momentos más emocionantes e imborrables de mi niñez fue sin duda vivenciar
una matinée de un circo popular. Aún recuerdo su carpa llena de inmensos
parches que intentaban cubrir un universo de agujeros, hijos del trajín y del
tiempo. En la pista desfilaban saltimbanquis, prestidigitadores, payasos,
animales domesticados, trapecistas, equilibristas y tantos otros personajes,
interpretados asombrosamente por muy pocas figuras. Incluso se observaba a los
mismos artistas recibiendo los boletos y acomodando a la concurrencia. Luego,
en el intermedio, sin ningún pudor, los mismos oficiaban de vendedores de maní
y de manzanas confitadas.
Innegablemente, era un circo pobre, provisto de estrechos y débiles tablones,
con piso de aserrín y olor a caramelo. A todo esto, los muchachos del barrio llegaban jubilosos
para sortear la débil vigilancia y entrometerse furtivamente por la loneta sin
pagar la entrada. Apoyados por la escasa luz
del lugar nos encaramábamos hasta el último piso de la galería, construido
habitualmente de palos desgastados y quebradizos.
En
ese periférico espacio nos quedábamos todos muy juntos, confundidos por la
agitada travesía realizada. Se encendían
los reflectores y se iniciaba el
espectáculo con el himno nacional, interpretado por una humilde banda de
músicos. En ese momento los mayores se paraba respetuosamente; nosotros en
cambio regañadientes nos erguíamos temiendo que con el movimiento de la gente
el madero terminara por romperse, precipitando así nuestros sueños al suelo. Inmediatamente
del entablado surgían los aplausos y las silbatinas para recibir el desfile de
apertura de los protagonistas. Posteriormente venía un número fuerte, dos
hermanos trapecistas que inventaban improvisadas piruetas en el aire, imitando
a verdaderas aves humanas. Detrás proseguían los payasos, con una rutina de
humor parlante, pícaro y rápido que servía para aliviar la tensión anterior.
Ellos
eran una verdadera legión de cultores enrolados habitualmente al circo por
razones de parentesco o por alternativa de trabajo. Acostumbraban a desarrollar
esquemas preconcebidos de gags, trucos y chistes blancos, la mayoría patentados
por el emblemático Abraham Lillo, el Tony Caluga. Ahora, a la distancia, puedo
adivinar que todos esos personajes excéntricos y bufonescos compartían la misma
mirada romántica y la seria decisión de vivir del y para el circo.
Sin
embargo, en esta vida no todo es fantasía, también hay amarguras y sinsabores.
En lo tocante, conocemos muchas historias de circos de barrios y familiares que
han recorrido todo Chile y que lamentablemente han caído en problemas
económicos. Sin ir más lejos, hace pocas semanas supimos del caso de uno de
ellos, cuyo camión fue embargado por la justicia debido al incumplimiento de un
contrato.
Penosamente
en esta zona quedaron los pobres artistas, prácticamente a la deriva, pidiendo
ayuda humanitaria en la localidad de Pozo Almonte y haciendo rutinas en los colegios de pueblos
aledaños con el propósito de obtener un poco de dinero para subsistir. Tal como
esta experiencia son muchos más los casos dramáticos que se multiplican, por la
falta de una legislación que ampare a estos representantes de la cultura
popular.
Al
margen de aquello, creo que todos aglutinamos desde niños bellos recuerdos de
esta extraordinaria institución. Evocaciones que en ningún caso tienen que ver
con carencias afectivas, sino más bien con la profunda admiración que sentíamos
hacia quienes nos impresionaban por su capacidad y habilidad física para hacer
cosas que otros no podían realizar.
Cabe
recordar que para Iquique durante el siglo pasado, el circo popular representaba-junto
al cine- un acontecimiento maravillosamente humano, que entretenía a toda la
familia, sin pretender ser un negocio de proporciones, como lo es ahora. Tal
vez, no tenía la pulcridad ni la producción a la escala de la nueva hornada que encabeza el Cirque du
Soleil, pero sí deleitaba por su magia, pasión y fantasía. El circo tradicional
gozaba de dignidad artística y lograba a través de sus seres extraños crear en
cada función una atmósfera espiritual altamente gratificante.
Curiosamente,
hoy vemos que vuelve a instalarse en los jóvenes el interés por la práctica
circense, que creo que va más allá de la simple moda. Ahora esta disciplina
comienza a amalgamarse con otras artes como el teatro y la danza, originando una
vertiente más estética y dramática que se denomina nuevo teatro.
Por
eso me declaro abiertamente fiel admirador del circo popular, porque tiene que ver con mi memoria emotiva, con
un sin fin de sentimientos y emociones intimas, con la identidad nacional, con
muchos signos atrayentes, con el espíritu de una época, con una ficción
colectiva; pero, fundamentalmente, porque guarda estrecha relación con mi
primer estado de encantamiento que sentí frente a ese alucinante espacio
criollo, nostálgico y poético, como es nuestro circo nacional.