Es interesante observar cómo a partir de una metáfora pueden
suscitarse profundas reflexiones sobre nuestra existencia. Es lo que ocurre
con la exposición “Tierra de Nadie”, del Licenciado en Artes Pedro Rodríguez
Fischer, la cual se exhibe en estos días en el Palacio Astoreca.
Las cuarenta obras que conforman la muestra se relacionan con el
desierto y los panoramas de la provincia, que según el artífice es una fuerte
visión que se asocia a su familia y a sus antepasados.
Sin embargo, “Tierra de Nadie”, puede ser algo más para cada uno de
nosotros. Tal vez puede estar relacionado con las condiciones de
desplazamiento que sufren un sinnúmero de personas en el mundo, exiliados
políticos, víctimas del etnocidio o inmigrantes económicos. También podría
vincularse con la pérdida de la memoria colectiva y del idioma original que
sufrimos los ciudadanos latinoamericanos y que nos aguijonea hacia la miseria
y la soledad de la “aldea global”. Asimismo, podrían representar los
escenarios baldíos de la crueldad y la brutalidad del ser humano, como son
las guerras y los campos de concentración.
“Tierra de Nadie”, podría personificar ese vacío territorial-de antes,
de siempre y de ahora- que interrumpe el dialogo entre los países vecinos,
entre las personas y entre mundos diferentes. De la misma forma, podría ser
el terreno energético negativo que coexiste en cada uno de nosotros y que
altera nuestras conductas en un algún momento de la vida. “Tierra de Nadie”,
podría ser el exilio, no solamente en su signo directamente político sino
como un concepto existencial.
Las tierras de nadie son, esencialmente, ámbitos entre. También por
esa misma razón son lugares que potencialmente promueven la perturbación. Son
como paisajes cercados por la bruma. Son regiones imprecisas que pueden
causar desorden en el orden establecido. Son eternos desiertos, improbables
de dominar y que graban la personalidad de las comunidades aledañas, en
especial de la gente más sensible, como los artistas.
Al respecto Rodríguez explica: “Siento que ese desierto, es muy
determinante en lo que se relaciona al sentir, al pensar y a lo que puedo
llegar a lograr con la pintura”. Y agrega “Quiero que la gente al ver mi
exposición vea huellas culturales y naturales del desierto, por ello trato de
rescatar el paisaje del norte de una manera distinta”. Y claro que su pintura
es singular, se sobrepone con calidad al habitual realismo y al arte
figurativo. Su creación es ambigua, subjetiva y no clasificable. Emana de
ella el olor a tabaco, el color de sus vísceras y la pasión de su ideología.
Es prácticamente un ritual y una especie de magia que traslada al observador
a otra dimensión más primaria de tiempo y espacio.
Esta tierra de nadie es la imagen de todo espacio –real o virtual– en
el cual se experimenta la inexistencia de reglas o cambio brusco de las
mismas. Es lo extraño, extranjero y paradójicamente propio. Es la zona libre
de marcas y de logos.
Posiblemente la propuesta de Rodríguez sea una subterránea
reivindicación a ese desierto salvaje que se transfigura, hoy por hoy, en el
legitimo vertedero cultural, en la última reserva de significados que se
encuentra adyacente a nuestras vidas y que a veces somos incapaces de
internalizar.
Bajo este prisma podemos concluir que la pintura de Rodríguez, compuesta
por múltiples iconografías interiores, es una cierta descripción del caos que
existe en esta tierra de nadie y una forma de comunicarse con los poderes que
están latentes en nuestro gigantesco desierto natural.
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