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DRAMATURGIA Y NARRATIVA DE LA MEMORIA
BLOG DE IVAN VERA-PINTO SOTO
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11 de Agosto, 2011    General

OBRA TEATRAL "EL ULTIMO CUPLE DEL EMPERADOR"

EL ÚLTIMO CUPLE DEL EMPERADOR

 

(2008)

 

 

 

PERSONAJES:

 

EMPERADOR: 55 años

MUJER: 45 años

 

 

 

 

(La acción sucede en una habitación lúgubre e irreal. Da la impresión que las personas que la habitan lo hacen en forma transitoria. Una puerta de entrada por un lateral y una pequeña ventana en el foro. Una cama, un velador, una silla mecedora, una silla normal, una mesa llena de remedios y  periódicos.  Además, hay una alacena vieja con vasos, copas, una jarra, otros objetos  y un afiche de la actriz Sarita Montiel pegada en el vidrio del mueble. Sobre otra mesita hay una máquina de cine de 16 milímetros  y unos carretes de películas. Al iniciar la obra se escucha en la oscuridad una voz que recita un poema).

 

 

POEMA DE MUERTE

 

Jumah al Dossari

 

Tomad mi sangre.

Tomad mi sudario de muerte y

lo que queda de mi cuerpo.

Tomad fotografías de mi cadáver en la tumba, solo.

Enviádselas al mundo,

a los jueces y

a la gente con conciencia,

Enviadlas a los hombres de principios y mente justa.

Y dejad que carguen

con su culpa, ante el mundo,

por esta alma inocente.

Dejad que pese sobre ellos,

ante sus hijos y ante la historia,

Esta alma inocente destruida.

Esta alma que ha sufrido

a manos de los “protectores de la paz.

 

ESCENA I: EL FANTASMA DEL EMPERADOR.

 

 

(El hombre, vestido en un raído pijama, está acostado en su cama leyendo en voz alta un libro).

 

EMPERADOR: Nadie es una isla, completo en sí mismo; cada hombre es un pedazo del continente, una parte de la tierra; si el mar se lleva una porción de la tierra, toda Europa queda disminuida, como  si  fuera  un  promontorio, o  la  casa de  uno  de  tus  amigos,  o  la  tuya  propia;  la  muerte  de cualquier hombre me disminuye, porque estoy ligado a la humanidad; en consecuencia, nunca preguntes por quién doblan las campanas; doblan por ti …¡güevadas!...

 

(Lanza el libro con fuerza a un rincón de la pieza. Ingresa la mujer, viste un vestido largo, de riguroso color negro. Trae en su mano un maletín, parecido al que usan los médicos).

 

MUJER: Señor, es muy tarde para que siga leyendo.

 

(Recoge el libro y  lo  deja  sobre  el  único  velador  que  existe).

 

MUJER: Le daré sus remedios y luego a dormir tranquilamente.

 

EMPERADOR: Sabes muy bien que para mí es imposible dormir.

 

MUJER: Para  usted  nada  es  imposible.  En  su  vida  ha superado pruebas muy difíciles. Hace poco los periódicos le dieron por muerto; sin embargo, aquí está peleando contra la muerte, como un soldado invencible.

 

EMPERADOR: Ya no estoy tan seguro de mi fortaleza. El informe médico fue lapidario: cáncer gástrico y en último grado. Creo que de esta jodida situación no me salvo.

 

MUJER: Tenga fe en Dios, sólo EL puede ayudarlo. Yo rezo por usted todas las noches.

 

EMPERADOR: Te lo agradezco, pero creo que a esta altura ningún Dios me puede auxiliar.

 

MUJER: Le repito: Tenga fe. La fe es lo último que se pierde en la vida. Y ahora a tomar su medicina.

 

(La mujer toma una jarra con agua y vacía el líquido en un vaso. Luego abre su maletín, saca un frasco de remedio, abre su tapa y vierte unas gotas de la medicina en el vaso. Le hace beber al hombre. Del mismo maletín extrae una jeringa y una inyección. Prepara el material).

 

EMPERADOR: Nadie me ganó en la vida. Vencí a patadas hasta la misma vida. Pero este enemigo traidor silenciosamente me está destruyendo por dentro. Cuando  sentí  los  primeros síntomas  no   le   hice   caso, pero   luego   vinieron   los terribles dolores abdominales, las náuseas, los vómitos, la pérdida del apetito, los sangrados en las defecaciones, las dificultades para tragar los alimentos, la pérdida de peso y el debilitamiento total.

 

(La mujer le coloca la inyección en el brazo).

 

MUJER: ¿Quiere que coloque la película de Sarita Montiel para que descanse?

 

EMPERADOR: Sí, está bien. Solamente con la presencia de ella puedo dormir algunos momentos… ¡Carajo! Quisiera borrar  los fantasmas  de  mi  cabeza,  pero  no  puedo.  A veces, incluso, pienso que soy el asesino de mis propios sueños, si es que alguna vez los tuve.

 

(La mujer va hacia una vieja máquina de cine y coloca una película. En la pared se proyecta la escena de Sara Montiel, cantando “Fumando Espero”. Luego apaga la luz).

 

MUJER: Buenas noches.

 

(La mujer se sienta en una mecedora y se cubre las piernas  con  una  pequeña  frazada.  Se  escuchan  algunos diálogos de la película. El hombre comienza a dormirse. De pronto, se queja, luego, emite un fuerte grito. La mujer se levanta y se acerca silenciosa a la cama. Se queda mirándolo con una sonrisa siniestra).

 

EMPERADOR: (Delira) ¡No, no!... ¡Aléjate de mí! Desaparece de mi vista y de mi mente. Tú estás muerta, ya no existes. Todo se convirtió en polvo: tus huesos, tus extremidades, tu ropa, tu olor, tu sexo, tus lágrimas y tu sangre. No eres más que polvo calcinado por el desierto. Nadie sabe de tu paradero. Ningún  pariente  puede  llevarte  flores  a  tu  tumba.  Tu cuerpo  está  sumergido  en  las  profundidades  del  mar. Despedazado en el fondo del acantilado más siniestro de la tierra. Devorado por una jauría de asquerosas aves de rapiñas y víboras. Convertido en cenizas en un infernal horno crematorio. Violado por una turba uniformada en el sótano de un convento. Nada queda de ti. ¡No puedes hacerme  nada!  ¡Estás  muerta!  ¡No  me  puedes  vencer! ¡Sólo  eres  un  horripilante  fantasma!  ¡Apártate,  aléjate! (Llega al paroxismo) ¿Qué quieres de mí maldita sombra? ¿Quieres  que  te  suplique  perdón?  ¡No,  nunca  lo  haré! Soy el “emperador”, un combatiente  como aquellos que lucharon en las cruzadas. Hoy, los enemigos, los herejes, los hijos de Satanás  son otros. Tal vez, los mismos de siempre, pero con otro disfraz. Es por eso que la guerra santa nunca puede terminar. El mundo es una permanente batalla entre la luz y la oscuridad, entre el bien y el mal. Yo soy un luchador que ha tenido que ensuciarse las manos en esta larga guerra contra el mal. Entiéndeme, yo cumplí una misión. Estoy limpio con mi conciencia y mis creencias. Y estoy seguro que lo que hice lo volvería a repetir.

 

(Se ahoga su voz y se desploma al borde de la cama. La mujer lo levanta, lo acomoda, le seca el sudor de su cara y le hace maternales caricias en su cabeza. El hombre le palpa los senos. Se calma. Ella va hacia el proyector de cine y lo apaga. Apagón).

 

 

ESCENA II: LA MAREJADA.

 

 

(La mujer está parada mirando hacia el exterior por una ventana. El hombre viste el mismo vestuario y está sentado en su cama, pensativo).

 

MUJER: (Alegre) ¡Ven  querido!  ¡Mira  que  siniestro luce el  mar hoy! Sus marejadas y crecidas son majestuosas. Parece un gigante furioso que quiere devorar la isla, al sol, a los niños, a los hombres y a las mujeres. Como tiembla la tierra al reventar esas oscuras olas, parece que fueran a penetrar en nuestro inexpugnable refugio. ¡Mira! ¿No te parece que es maravillosa la bruma? Ella cubre de gris el horizonte y no deja transparentar ninguna realidad.

 

(El hombre se levanta de la cama con dificultad y se acerca a ella).

 

EMPERADOR: Sí, mi amor, para nosotros todo lo oscuro es bello; es por esa razón que siempre  mantenemos  las  puertas  y  ventanas cerradas, así impedimos que la luz nos ciegue. Nadie nos ve y con nadie nos comunicamos. Con todo, te confieso que  tengo  miedo  que  esa  misma  oscuridad  me  impida recordar mi historia. ¿Dónde estará mi madre imaginada? La verdad que nunca supe. Tal vez, se encuentre en un tiempo muerto o extraviada en esa bruma.

 

MUJER: Es extraño que sientas miedo y que te intentes recuperar tu memoria ¿Para qué? Es mejor no tener memoria, ella es peligrosa en nuestra condición.

 

EMPERADOR: Es extraño que estemos contemplando el mar, escondidos en esta casa perdida.

 

MUJER: Tengo la sensación de vivir un inesperado exilio y de no pertenecer  a  ningún lugar.  De  sentirme  rechazada  por todos: la familia y los antiguos amigos. Además, no sé si los tuve, no sé si existieron. Ni siquiera me imagino qué ocurrió  con  mi  hijo  que  encargué  hacer  desaparecer. No sé nada. Sólo sé que tú vives y que estás a mi lado compartiendo estas últimas horas.

 

(El hombre acaricia el rostro de la mujer. Breve silencio).

 

EMPERADOR: ¿Por qué tu boca no sangra? ¿Por qué no deja escapar ningún dolor, ninguna súplica?

 

MUJER: ¿Por  qué  tu  boca  no  delata  ningún  nombre, ninguna confesión, ninguna maldición?

 

EMPERADOR: ¿Por qué tus ojos no lloran?

 

MUJER: ¿Por qué tu corazón no siente nada?

 

EMPERADOR: ¿Por qué no me pides clemencia?

 

MUJER: ¿Por qué no sueñas?

 

EMPERADOR: ¿Por qué no gritas, lloras y te orinas?

 

MUJER: ¿Por qué agonizas eternamente?

 

EMPERADOR: ¿Por qué no te puedo nombrar?

 

MUJER: ¿Por qué no puedes correr por la playa?

 

EMPERADOR: ¿Por qué nadie nos quiere acompañar en nuestro funeral?

 

MUJER: ¿Por qué nadie nos evoca?

 

EMPERADOR: ¿Por qué no tenemos hijos?

 

MUJER: ¿Por qué no podemos hacer el amor?

 

EMPERADOR: ¿Por qué seguimos con vida?

 

MUJER: Calla y cierra tus ojos para siempre.

 

EMPERADOR: Aunque quisiera no puedo. Mil veces maldigo a Dios. ¿Por qué no me deja morir de una vez por toda?

 

(Se escucha la marejada más violenta).

 

MUJER: De nada te sirve maldecir. Cada cual es responsable de su destino. Ven, no desesperes  y quédate aquí agazapado en la oscuridad, ella es la única que nos puede asilar.

 

(Lo cobija entre sus brazos como si fuera un niño. Abre su blusa y deja que el hombre le bese los senos).

 

EMPERADOR: Parecemos dos animales atemorizados, esperando  que nos lleven  al  degolladero para  que  cercenen nuestras extremidades.

 

MUJER: O para que nos exhiban en la plaza pública, en las portadas de los  periódicos y en los informativos de televisión.

 

EMPERADOR: Ya  no  existe  otro  camino  para  nosotros. Tendremos que  vagar  por  ciudades  vacías. Tocar puertas  cerradas. Perdernos  en nieblas  imborrables  y  sumergirnos  en nuestro propio infierno.

 

(Se escuchan ladridos de  perros que se acercan. La pareja se queda en alerta).

.

MUJER: ¿Escuchas?

 

EMPERADOR: Sí, tal vez, vienen por nosotros.

 

MUJER: Al fin nos descubrieron. Ya no tenemos escapatoria.

 

(La mujer va rápidamente hacia un interruptor de pared y apaga la luz. Penumbra. El hombre corre hacia el velador y saca una pistola. Al poco rato golpean enérgicamente la puerta de calle. Los ladridos son más fuertes. La pareja se esconde en algún rincón. Insisten los golpes. Una luz de linterna entra por algún rincón de la habitación. Se escuchan voces. Silencio sepulcral. Se alejan perros y voces).

 

EMPERADOR: Parece que ya se fueron. ¿Quién sería?

 

MUJER: Ellos.

 

EMPERADOR: No creo. Si fueran ellos hubieran derribado la puerta.

 

MUJER: A lo mejor era alguna persona del pueblo.

 

EMPERADOR: Probablemente eran unos intrusos que merodeaban por el bosque. Pero ten cuidado, aún no prendas la luz, pueden estar cerca.

 

(Salen ambos de su escondite. Ella se dirige sigilosamente hacia la puerta, la abre suavemente y mira hacia el exterior. El hombre se acerca a la ventana y mira hacia afuera).

 

EMPERADOR: Qué ridículo, el “Emperador” escondido como un niño, más asustado que un escolar detenido en una jefatura de policía.

 

(Se sienta al borde de su cama).

 

MUJER: No hay nadie. Se fueron. Parece que eran unos campesinos que  van  camino  al  otro  lado  del  monte.  ¡Santo  Dios! Pasamos el primer susto, después de seis meses de encierro en  esta  cabaña.  Pronto tendremos  que  pensar  en  otro refugio. Nuestra secreta presencia puede despertar sospecha entre los pobladores.

 

(Prende la luz de la pieza).

 

EMPERADOR: Y así seguir deambulando de un lado para otro. ¡Carajo! En esta precariedad no puedo decidir ni reír, ni golpear ni violar.

 

(Mira a la mujer apesadumbrado y luego la abraza con fuerza. Pausa).

 

EMPERADOR: Bésame en la boca, así como se besan los enamorados.

 

MUJER: No puedo. Además, te provocaría más sufrimiento.

 

EMPERADOR: Inténtalo, por favor.

 

MUJER: No, es inútil.

 

EMPERADOR: Te lo ordeno. Recuerda que soy el “Emperador”.

 

MUJER: (Ríe) Fuiste el “Emperador”. Ahora sólo eres una piltrafa humana.

 

EMPERADOR: Te lo suplico. Quiero sentir el único placer que no he sentido jamás. Hazlo por todo lo que hemos vivido juntos, por nuestros pecados que llevamos a cuesta.

 

(La mujer se acerca lentamente y lo besa en la boca. El hombre enseguida comienza  a  sentir  un  fuerte  dolor  abdominal  que  crece rápidamente. Su cuerpo se dobla y grita).

 

EMPERADOR: ¡Por la gran puta! ¡Me cagué! ¡Me cagué!

 

(La mujer levanta al hombre que hace arcadas y lo recuesta en la cama. Enseguida, toma una toalla de algún lado, le baja el pantalón del pijama, luego su calzoncillo y le limpia el trasero. El hombre se cubre el rostro).

 

MUJER: Te das cuenta, estás castrado. No puedes hacer el amor. A penas los labios de una mujer te rozan se desatan en tu cuerpo convulsiones y te cagas. Te das cuenta, incluso los hombres más poderosos y viles se cagan en los pantalones. Hasta los más soberbios y tiranos en su agonía imploran a su madre y a Dios para que los salven. Ya no eres un hombre. Hace mucho tiempo que perdiste tu dignidad. Ya nunca más podrás sentir el placer de una piel sobre tu piel. En este lastimero ocaso sólo  te  queda  masturbarte  con  añejas  y  melancólicas ficciones.

 

(La mujer va a la máquina de cine, la enciende y vuelve aparecer la proyección de la película “El Último Cuplé”. Finalmente, se sienta al lado del hombre y con su mano comienza a masturbarlo por debajo de las sábanas. El hombre transita del dolor al placer, mientras se escucha los diálogos del film. Apagón).

 

ESCENA III: LA AGONIA.

 

(El hombre yace débil en su lecho, mientras la mujer está arrodillada rezando en voz baja, con un rosario en la mano. Luego, se persigna, se levanta y enciende un cigarro. Se pasea alrededor de la cama).

 

MUJER: Hijo,  quiero  que  siempre  tengas  presente  la  ley de  la siembra y la cosecha: “Aquel cosecha el bien, quién antes ha sembrado  el  bien.  Y  aquel  cosecha  maldad,   quién antes ha sembrado maldad”. Es por eso que nuestra iglesia nos enseña que aquel que muere en pecado mortal se va al infierno.

 

EMPERADOR: Madre, tienes razón. Pero la misma iglesia nos enseña que existe  la  posibilidad  de  un  cambio  radical  del  infierno al cielo, si en último minuto, se da un perdón por un sacerdote, en el lecho del moribundo.

 

MUJER: No te preocupes por eso. No necesitas ningún cura que te de absolución a tus pecados. Hay peores homicidas que han sido perdonados por Dios.

 

EMPERADOR: ¿Tú crees?

 

MUJER: Claro que sí. Y tú no eres mejor ni peor a otros personajes que han bañado de sangre las calles del mundo. Además, a ninguna religión y menos al poder político le interesa condenar  a  quienes  son  acusados  de  victimarios.  En cambio, en todos los territorios siempre la gente de pueblo queda sola, deambulando por los juzgados, las ventanillas de  ministerios  y  los  despachos  de  abogados,  pidiendo papeles,  mostrando  heridas, reviviendo  penas  hasta  el infinito.

 

EMPERADOR: Esa misma gente es lo que no me da tregua: Siguen mis pasos, se meten en mi cuerpo, protestan públicamente y me retuercen la conciencia.

 

MUJER: Y seguramente al intentar dormir escuchas muchos gemidos, gritos desgarradores y bramidos de desesperación.

 

EMPERADOR: Sí. También me tiemblan las manos y el cuerpo, por eso prefería que hablaran rápido. No me gustaba hacerles esa porquería.

 

MUJER: (Sonríe) Vamos, no tienes que mentirle a tu madre. Sé que te gustaba hacerles esa cochinada, porque así descargabas tu odio engendrado de años. Pero ahora descansa, cálmate, tu guerra ya terminó.

 

EMPERADOR: Mujer, la guerra nunca termina, sólo existen breves treguas. Debo mantenerme oculto en esta isla y estar siempre al acecho.

 

MUJER: Te entiendo. No eres el único que está en la misma situación. Hay muchos otros como tú que aún viven camuflados y cuya existencia se entremezcla con nuevas identidades y el consentimiento de los gobiernos de turno.

 

EMPERADOR: Lo peor es que después de una guerra, como la que tuvimos, siempre hay que buscar algunos chivos expiatorios. En este caso, yo soy uno de ellos.

 

MUJER: Los  traidores y  los  cobardes  acostumbran  elegir  como responsable de todo el desastre a un combatiente muerto, que no puede declarar, ni cantar, ni ladrar.

 

EMPERADOR: ¿Acaso estoy muerto?

 

MUJER: Hace mucho tiempo que lo estás, incluso, antes que te pariera.

 

EMPERADOR: Entonces esta agonía no existe, tú tampoco existes.

 

MUJER: Ambos no existimos, la guerra nos sepultó en un inmundo vertedero. Ni  siquiera  recuerdan  nuestros  nombres  y menos nuestros rostros.

 

EMPERADOR: Sentirse muerto era un invento de los detenidos para no traicionar a sus compañeros. Pero siento que aún no estoy muerto, puesto que escucho tu voz.

 

MUJER: No es mi voz, es la de otro espectro que alarga tu agonía (Pausa)  ¿Cómo  pudiste delatar a tus amigos y luego convertirte en verdugo de los mismos?

 

EMPERADOR: No tengo palabras para justificar nada. Todo lo hecho en mi vida lo asumo con hombría, pero tampoco estoy dispuesto a cargar con penas ajenas. Por lo demás, esperaba este final: anciano, enfermo, loco, abandonado y odiado por todos.

 

MUJER: Hijo,  cuando te escucho  me  provocas rechazo, pero  al mismo  tiempo  una  fascinación  perversa. Aún retengo en mi mente tu rostro infantil que alguna vez besé con ternura,  pero  sé  muy  bien que bajo  esa  expresión  tan humana escondes la maldad más recóndita.

 

(El hombre la mira fijamente. Después cambia la actitud desfalleciente a la de  ira). 

 

EMPERADOR: ¡No me digas  hijo!  Estás mintiendo. Tú no eres mi madre. Estoy  seguro que no guardas ninguna fotografía mía, ni siquiera un juguete, nada (Trata  de  olerla)  Tú no hueles a leche materna, sino a hembra atormentada, encerrada y violada. Hueles a excremento y a sangre caliente. No me vas a engañar. No te confesaré nada. Prefiero que me dispares en un paredón de este pueblo.

 

MUJER: En eso nos parecemos “Emperador”, aunque nos sometan a las torturas más horrendas nunca nos rendimos. En mis últimos días de existencia  preferí la muerte antes que la delación, de esa manera humille a mi torturador.

 

EMPERADOR: ¡Ah! Veo que sabes mi apodo. Me has reconocido. Lo sabía, tú  eres una de ellos. Vamos no dilates más este grotesco final. Si quieres vengarte hazlo de inmediato y pégame un balazo en la cabeza. En tu situación yo lo haría sin vacilar.

 

MUJER: Tu presunto coraje no te salvará del peso de tus crímenes. Por lo demás, creo que no mereces un final heroico.

 

EMPERADOR: (Se exaspera) ¿Crees acaso que este es un final heroico? ¿Crees que es memorable morir así, con este cáncer que te come las tripas, con la caca que te corre por las piernas y sin contar con la ayuda de nadie?

 

MUJER: No  te  agites,  no  quiero  que  mueras  tan  pronto, aún tenemos que decirnos muchas verdades (Lo toma de los hombros y lo recuesta). Espera un  momento. 

 

(La  mujer va hacia el mueble, saca una botella de ron y una copa. Le sirve un trago al hombre).

 

MUJER: Toma, sírvete tu última copa, te ayudará a relajarte y no sentirás tus convulsiones. Vamos confía en mí.

 

(El hombre bebe con dificultad. Al ingerir el licor siente un dolor y escupe).

 

EMPERADOR: Esta mierda me hace peor (Tose. Pausa. Se reanima) ¡Ya, vamos directo al grano!  Mira que yo sé todas esas artimañas de hacerse el amigo con el detenido. ¿Qué quieres?

 

MUJER: Conversar contigo.

 

EMPERADOR: ¿De qué?

 

MUJER: De tu vida. Me gustaría saber tu nombre ¿Lo recuerdas?

 

EMPERADOR: No, lo olvidé hace mucho rato. Qué importancia tiene eso ahora.

 

MUJER: ¿Y por qué te decían el “Emperador”?.

 

EMPERADOR: En esos tiempos de guerra era el amo y señor de mi propio imperio. Ya que con un solo movimiento de mi mano podía decidir la vida o la muerte de muchos.

 

MUJER: ¿Y eso te provocaba placer?

 

EMPERADOR: Sí, lo reconozco. En especial cuando tenía a mis pies a hombres y mujeres pidiéndome clemencia para que no les aplicara más corriente o no los colgara o no les diera más golpes en sus cuerpos amoratados.

 

MUJER: ¿Y después en tu intimidad que sentías?

 

EMPERADOR: ¿Después? Bueno, era como si algo se rompía en mi mente. La sensación era igual que la de un drogadicto. Al pasar los momentos de agitación y violencia me venía una angustia, algo así como un delirio de persecución o un arrebato de remordimientos que no me dejaba dormir.

 

MUJER: Pero, al otro día, seguías torturando.

 

EMPERADOR: Era mi misión. Entiende, no era un criminal sino un soldado que debía cumplir con su deber.

 

MUJER: Ese fue un cuento que te inventaste o te hicieron creer. Tú nunca fuiste un soldado, sino un traidor de tus propios compañeros. Quizás por eso ya no sentías remordimientos. Preferías no pensar y no sentir.

 

EMPERADOR: Todo lo contrario, por  eso  sentía  remordimientos. Al tiempo  me  convencí  que  el  mundo  siempre ha  estado dividido en buenos y  malos.  A  mí  me  pagaban para defender la Patria y a los buenos ciudadanos, así me recalcaba mi jefe.

 

MUJER: ¿Acaso te pagaban para realizar una sesión de “parrilla”, una  hora  de  “picana”, una tarde de “submarino” y una noche de “pau d’arara” a tus propios amigos?

 

EMPERADOR: Sí, me pagaban y me protegían. Por primera vez recibí un sueldo. Todo eso me daba seguridad y una sensación de poder. Antes fui un delincuente: el “Chaveta”. Después me convertí en “cuerpo de defensa” de los niñitos revolucionarios, aunque nunca entendí que mierda estaba haciendo con ellos. Lo único que me gustaba era estar en la calle enfrentando a la policía, asaltando los negocios y pegándoles en la cabeza a los “niños bien”…Pero cuando llegó  la  guerra,  ahí  tuve  que    salvar  mi  pellejo.  Era maleante, pero no huevón. No me costó mucho aprender el nuevo oficio, al final era el mismo, había que pegarle ahora a los otros: a los niñitos revolucionarios. La vida se construye así: golpe a golpe. Fue así que me la pase todos los días  golpeando  genitales, doblando  brazos  y aporreando las caras contra la pared. Al día daba 82 golpes, ni más ni menos. Era una profesión como cualquiera otra; reconozco que  era  un  poco  sucia, pero necesaria para salvar al país, eso también me lo “machacaban” los jefes todos los días. Bueno, la misma cantaleta me repetía en las noches cuando comenzaba a sufrir las alucinaciones y la cabeza me daba vueltas.

 

MUJER: Ahí te ganaste el apodo del “Emperador”, reconocido delator responsable de muchas detenciones y torturas. Y lo que es peor también te convertiste en activo colaborador durante  las  macabras  sesiones  de  los  organismos  de seguridad. (Irónica)  Dime: ¿Eras verdaderamente  un funcionario público o un asesino?

 

EMPERADOR: Te insisto: Era un empleado que debía obedecer órdenes y hacer bien su trabajo.

 

MUJER: ¿Acaso torturar es un trabajo?

 

EMPERADOR: No me vengas con pendejadas. Todos saben que este oficio es más antiguo que el de las prostitutas. Hasta la santa iglesia ha torturado por sus ideales. No nos vamos a sacar la suerte entre gitanos.

 

MUJER: ¿Cómo  puedes ser tan miserable para  justificar ese infierno? (Enciende otro cigarro).

 

EMPERADOR: La vida siempre ha sido así: el  más  fuerte se come  al más débil; unos ganan y otros pierden. Dale una mirada al  mundo  y  te  darás  cuenta  que  tengo  razón.  Ya  ves, demócratas, socialistas, nazis, judíos, cristianos y moros; todos han hecho lo mismo: matar para subsistir e imponer sus cagones principios.

 

(Ella le lleva el cigarro a la boca del hombre, éste lo aspira).

 

MUJER: (En susurro) ¿Te acuerdas de algunos muertos?

 

EMPERADOR: (En susurro) Sí, de todos.

 

MUJER: Dime algunos nombres.

 

EMPERADOR: Qué importa ahora sus nombres, ya están muertos.

 

MUJER: Quizás, me puedas describir algunas circunstancias.

 

EMPERADOR: (Cínico) Lo  que  te  diga  ahora,  tenlo  por  seguro que mañana lo voy a negar (Pausa) Me recuerdo de un tipo de aproximadamente 50 años, medio canoso, bajito, de contextura regular. Lo colgamos de una ducha y como le habíamos aplicado corriente tenía mucha sed. Abrió la llave y tomó agua. Al rato llegó un centinela y le cortó el agua, pero él nuevamente la volvió a abrir y nosotros dejamos  que  el  agua  corriera. Debe  haber  estado  unas horas con el agua de la ducha corriendo por el cuerpo. En la noche falleció de una bronconeumonía fulminante. Fue un error de cálculo (Ríe).

 

MUJER: ¡Eres un hijo de puta!

 

EMPERADOR: Soy el hijo que pariste en tu celda.

 

MUJER: Tú no eres mi hijo. No hueles a mi leche, sino a sangre podrida. Tú nunca has tenido madre. Eres un bastardo que te criaste en la calle, asaltando a mujeres y ancianos. Luego fuiste atraído por el discurso político contra los ricos, pero nunca renunciaste a tu ropaje de lumpen. Cuando joven eras capaz de vender hasta tu madre por tener plata en los bolsillos.

 

EMPERADOR: No me hables de mi madre (Escupe al suelo). Es cierto, fui un bastardo y un muerto de hambre. Nunca tuve afectos de nadie, ni navidad, ni cumpleaños, ni zapatillas, nada. Y no quería seguir en esa mierda de vida: pobre y acorralado. Tenía que ser alguien. Quería  tener algo que me hiciera sentir un hombre fuerte y respetado. Me antojaba tener un auto y muchas mujeres. Deseaba codearme con gente importante y aprender hablar bien como los mariconcitos universitarios.  No  quería  seguir  siendo perdedor.  Era incapaz  de  imaginar  otro  horizonte,  por  eso  tuve que hacer lo que hice. Aparte tenía mucha rabia aquí adentro contra todos, en especial contra esos niñitos, de uno y otro lado, que tenían padres y de todo. Sabía bien que teniendo poder nadie se reiría de mí, nadie me gritaría en la calle bastardo. De esa manera me convertí en amo y señor de la vida de otros, podía hacer lo que se me antojara con esos hombres y mujeres entregados a su destino.

 

MUJER: Tu cinismo y tus sádicas palabras me revuelven las “tripas”. Para qué seguir esta repugnante confesión. No mereces ni siquiera un juicio justo.

 

EMPERADOR: Tú no me puedes juzgar, porque tienes distintos principios.

 

MUJER: De qué principios me hablas. Tú nunca los has tenido.

 

EMPERADOR: Es cierto ¿Y para qué sirven los putos principios? Son sólo masturbación mental. Cuando desnudaba y colgaba a los prisioneros no  pensaba  en  ninguna  güevada de principio, porque si no hubiese terminando llorando como un maricón en sus brazos. Por eso que jamás he llorado en mi vida, por nada ni por nadie. En este mundo no hay cabida para los débiles y maricones. ¡Nunca he llorado, mierda!

 

(En un arranque de furia comienza a lanzar lejos la almohada, cubrecama y otros objetos que alcanza hasta caer agotado en su cama).

 

MUJER: (Soliloquio) Es preferible darle muerte ahora mismo como un animal salvaje, de la misma manera como le robó la vida a los difuntos sin sepultura (Va hacia un mueble y saca una bolsa de plástico transparente y se acerca lentamente al hombre). Emperador, dime: ¿Nunca has llorado en tu vida? ¿Nunca te has emocionado?

 

EMPERADOR: No, en ningún tiempo. (De pronto se le viene a la mente una imagen). Miento, sí, una vez lloré. Si  mal  no  recuerdo  fue  a  fines  de  los  años

50, tenía 13 años de edad, cuando fui a ver “El último cuplé”,  una  película  muy  llorona  de  Sarita  Montiel, en aquel viejo teatro de mi barrio.

 

(Se escucha distorsionada la canción “El relicario” de Sarita Montiel).

 

EMPERADOR: Hasta el día de hoy me acuerdo de los rostros sudados de esas viejas que lloraban como plañideras cuando la diva cantaba “El relicario”. No sé por qué razón se me hacía un nudo en la garganta cuando veía esa melodramática historia de la cantante que alcanzó la fama y que después el mundo se le vino abajo al enterarse de la muerte de su novio, un joven torero madrileño. Me imagino que a eso llaman emoción, esa cosa rara que te estremece todo el cuerpo. (Ella se acerca). Bueno, sí, esa fue la primera y la última vez que lloré. No puedo negar que cuando sentí en mis labios ese sabor salado de las lágrimas, mi cuerpo reaccionó de una manera increíble. Qué extraña sensación es la emoción ¿no?

 

(Se queda mirando a un punto fijo. La mujer le coloca rápidamente la bolsa en la cabeza y comienza asfixiarlo. No hay resistencia. De pronto, bruscamente, le quita la bolsa del rostro).

 

MUJER: ¡Mierda! No debo hacerlo. No puedo ser igual que él.

 

EMPERADOR: (Medio asfixiado) ¿Por qué no me matas? Siempre has sido una cobarde. Nunca te atreviste. Siempre tuviste que enviar a otros para deshacerte de mí. Cuando tuviste que deshacerte de mí dejaste que un amigo te hiciera el trabajo sucio ¿no?

 

MUJER: Por eso odias a las mujeres, porque ves en todas a tu madre. ¡Bastardo! No mereces una muerte digna y ligera. Es mejor que el cáncer se encargue de ti.

 

EMPERADOR: ¡Noooo! ¡Mátame! ¡Te lo ordeno!

 

MUJER: Tú ya no tienes ningún poder, ni siquiera para controlar tu esfínter. Lo mejor será privarte de todos tus recuerdos. Ahora mismo destruiré tu película de sabor rancio y olor a naftalina.

 

(Se dirige decidida hacia la máquina de cine, saca la película, luego extrae un encendedor de su ropa y quema la cinta)

 

EMPERADOR: ¡Grandísima perra! No destruyas mi única inocencia, mis contadas lágrimas, mi efímera dulzura.

 

(Intenta levantarse, pero no puede. Su cuerpo se retuerce en la cama como si estuviera poseído por el demonio. Garabatea violentamente palabras ininteligibles. Apagón).

 

 

ESCENA V: CAIDA DEL EMPERADOR.

 

 

(El  hombre  viste  igual  y  está  sentado  en  una  silla.  La  mujer  está  cubierta  con una túnica blanca, rasura delicadamente la barba de él con una navaja. En cada momento le saca filo al instrumento en una tira de cuero pegada a la pared).

 

EMPERADOR: Anoche tuve otra de mis tantas pesadillas. Estaba parado al borde de un agreste acantilado. Desde allí miraba al mar pintado de verde, azul y turquesa. De improviso el oleaje comenzó agitarse y su explosiva espuma cayó en mis ojos dejándome casi ciego. Entonces sentí un absurdo impulso: abrí los brazos y me dejé caer sin resistencia al despeñadero. Por un momento el viento me sostuvo en el aire, pero de pronto cambio de dirección y me lanzó violentamente contra la espinosa pared. Oí la quebrazón de mis huesos y el desgarro de mis músculos. En seguida, aún consciente, caí al mar que me esperaba para devorar mis carnes destrozadas. En un abrir y cerrar de ojos llegué hasta las profundidades más oscuras, ahí me encontré con muchas tumbas que estaban abiertas exhibiendo cuerpos mutilados de hombres, mujeres y niños. Todos tenían una sonrisa insolente y siniestra. Al mismo tiempo, cruzaban delante de mis ojos: zapatos, carteras, sacos, sombreros, llaves,  libros,  maletas,  cartas,  mensajes y  un  sinfín  de pequeños objetos personales. En ese minuto sentí como si flotaba en el vientre de mi madre. Luego, una subterránea corriente marina me arrastró hasta un nicho de piedra, allí yacía una mujer entera vestida de blanco, perfectamente conservada. Mi cuerpo cayó livianamente sobre el suyo y sentí un susurro en mi oído que decía: Mi querido niño, me alegra que al final me hayas encontrado. Sus brazos me  abrazaron  como  tenazas,  por  más  que  intentaba liberarme de ellos no podía. Eran fuertes, pero  a la vez suaves  y  delicados.  Sus  cabellos  bien  cuidados  olían  a violetas. Sus ojos negros, enigmáticos y profundos, estaban sintonizados con los míos. Su figura fina era exquisita y sus pechos rebozaban leche y miel. El sentirla fría y húmeda, pegada a mi cuerpo, me provocaba un misterioso y sutil orgasmo. En  ese  ambiente  alucinante e increíble,  ella abrió su vestido blanco virginal y me entregó sus grandes y morenos senos. En aquel momento, sin mayor resistencia, dejó que besará sus pechos hasta saciar mi inconsciente arrebato.

 

(El hombre se queda extasiado con el sueño. Ella deja de afeitarlo, se abre suavemente su túnica y le exhibe sus senos. El comienza a besarlo como un bebé. La mujer le acaricia la cabeza).

 

MUJER: Mi pobre niño, mi vagabundo, mi pequeño bastardo,  me das mucha pena. Te das cuenta que estoy seca, no tengo leche para ti. Por lo demás, no te puedo tener a mi lado, no me lo perdonarían. Luego te vendrán a buscar y te irás muy lejos. Tendrás que caminar solo por el mundo y seguramente aprenderás a valerte por ti mismo. (El hombre llora como un niño). No, mi nene, no llores, por favor. Nunca debes llorar. Sólo las mujeres lloramos.

 

(El hombre la queda mirando sin expresión. Ella oculta sus senos).

 

EMPERADOR: (Suplica) Te  necesito,  no  me  dejes  botado  como  un animal en este nauseabundo mercado. No soporto el olor a  pescado  podrido,  a  sudor  de  cargadores  y  a  mujeres preñadas.

 

(Se aferra a ella. La mujer se desprende con dificultad de él y se aleja).

 

MUJER: No me discutas más. Aléjate de mí para siempre, que nadie sepa que existes y que eres sangre de mi sangre. Aunque me duela decir la verdad: Eres un engendro que nadie desea, menos yo.

 

(El hombre se levanta furioso de la silla y toma a la mujer con fuerza. Ella se resiste. Ambos luchan y caen al suelo. El la golpea y ella queda aturdida).

 

EMPERADOR: ¡Maldita perra seca! Ahora ya no podrás hacerme daño. Ya no volveré a vivir en ningún orfanato ni de la caridad de la gente. Ya nadie se reirá de mí. Nunca más me gritarán bastardo. Ahora me respetarán. Me implorarán que los mate. (Estrangula  con  sus  manos  a  la  mujer  que  yace inerte) ¡Perra sarnosa! Te encontraré, aunque te ocultes en el lugar más perdido de la tierra y te haré confesar todas tus sucias pasiones. Ya verás, a golpes te haré salir leche de tus manoseados senos.

 

(Le arranca la túnica. Queda mirando un instante el cuerpo desnudo y luego empieza a besarla por todas partes).

 

EMPERADOR: Perdóname, madre, no quise hacerte daño ni humillarte. No quise golpearte, quemarte ni violarte. A pesar de tu hipócrita realidad y del delito que cometiste, te sigo queriendo con tus grandes senos secos. Te suplico, como a nadie he hecho en mi vida, que no me conviertas en un monstruo. ¡Habla! Dime que no me vas a dejar a mi suerte en este asqueroso matadero. ¡Habla, habla!

 

(De pronto, la mujer, abre sus ojos y comienza a cantar suavemente).

 

NENA

 

Sarita Montiel

 

 

Juró amarme un hombre sin miedo

a la muerte sus negros ojazos en mi alma

clavó tu amor es mi sino

tu amor es mi suerte tu amor

es mi vida me dijo y juró.

 

Llegarme juró en su querer más allá del dolor y el placer.

Y loca la hermosa promesa del hombre yo fui una mujer.

Nena...

Me decía loco de pasión. Nena...

 

(El hombre se calma y se recuesta en el suelo. Ella se levanta y va a buscar la navaja. La toma y se dirige hacia él. Se arrodilla y la coloca en el cuello del hombre).

 

EMPERADOR: Vamos,  madre,  demuéstrame  el  amor  que  siempre  me has ocultado. Quítame la vida, como lo hiciste una vez. Termina con esta  agonía.

 

(Levanta con fuerza su torso y con una voz sobrenatural dice los siguientes textos).

 

EMPERADOR: ¡Hazlo perra callejera! ¡No tengas miedo! ¡Mátame! ¡Mátame!

 

(Ella en un movimiento rápido vuelve la navaja hacia su propio cuello y se hace un penetrante corte en el. Breve pausa y cae fulminante al piso. Un grito ahogado se escapa de su boca. El hombre se levanta rápidamente se da cuenta de la situación y corre hacia su cama. Arranca una sábana y urgentemente trata de detener la sangre del cuello de la mujer).

 

EMPERADOR: ¡No te mueras! ¡Nooo! ¡Por favor, no me dejes! Vuelve madre, tengo frío y hambre… ¡Mierda y mierda!...

 

(La toma de los brazos y la arrastra hasta la cama. No puede subirla, entonces apoya su espalda en el mueble. Remece al cadáver).

 

EMPERADOR: ¡Despierta, despierta! No te puedes ir. Tú eres la única mujer, la fiel demente que me siguió hasta esta recóndita isla, aquí en el fin del mundo, donde creí que nadie nos podía tocar.

 

(Llora desconsoladamente. De improviso se da cuenta de ello y con la misma sábana se seca la cara. Cambia su actitud, ahora es frío y duro. Se levanta).

 

EMPERADOR: No madre, no te preocupes, no voy a llorar. Desde que me dejaste no puedo llorar, ya no debo llorar.

 

(Se dirige a la alacena y arranca el afiche de Sarita Montiel que está pegado en el vidrio).

 

EMPERADOR: ¡Qué Carajo! Todo fue nada más que sombras, espectros, fantasmas y remordimientos que ahora no volverán a penetrar en mi cabeza. Ya nunca más me acosarán. Ahora tendré el placer de abandonar esos espantajos con sus eternos lloriqueos de víctimas, madres y amantes.

 

(Rompe la foto en muchos pedazos. Esboza una sonrisa sarcástica. Luego dice su último texto “mordiendo” las palabras).

 

EMPERADOR: Madre, tienes razón: los hombres nunca deben llorar.

 

(Toma la navaja que está en el piso y la lleva lentamente hacia su cuello. Finalmente, ejecuta un rápido y profundo corte. Cae. Silencio breve. Se escucha lejano el tema “La Flor del Mal”, de Sarita Montiel, mezclada con disparos, sonido de helicóptero y la voz lejana de un locutor).

 

VOZ: Hace  pocos  instantes  efectivos  policiales  dieron  con el  paradero  del  “Emperador”,  uno  de  los  ex  agentes de  seguridad  más  buscado  del  país.  Hubo  un  fuerte enfrentamiento;  sin  embargo,  al  ingresar  la  policía  al refugio se encontró con el cuerpo del hombre ya sin vida. Se  presume  que  se  auto  infirió  un  profundo  corte  en la yugular con un arma blanca…

 

(La luz y la música se extinguen lentamente).

 

 

 

 

 

TELON

 

 

 

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publicado por goliath a las 23:39 · Sin comentarios  ·  Recomendar
 
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