TEATRO Y
CHILENIDAD
Iván Vera-Pinto
Soto
Cada cierto
momento surgen en la escena nacional algunas obras que centran su atención en
personajes históricos y en elementos de nuestra identidad nacional. Esta es una
tendencia que tuvo su apogeo en especial en los años treinta del siglo pasado.
Tal como lo señala Elena Castedo, en su texto “El Teatro Chileno de mediados
del siglo XX”, en esa época un conjunto de dramaturgos se inspiraron en
crónicas, leyendas y protagonistas de la historia chilena y latinoamericana. Entre
algunos ejemplos tenemos: Eugenio Orrego Vicuña con “Carrera” (1933), “San Martín”
(1938), “O´Higgins” (1942) y “Catalina” (1948); Magdalena Petit con “La
Quintrala” (1935);y, Santiago del
Campo con “Martín Rivas” (1945).
Para el año
1955, María Asunción Requena, estrenó la obra “Fuerte Bulnes”, ésta marcó un todo
un hito dentro del movimiento cuyo tema central
fue “la chilenidad”. A partir de esta creación reavivaron fuerza otros autores que direccionaron su trabajo a
la temática nacional.
Una
característica de estas obras fue la incorporación de elementos folclóricos, los
que se expresaron en las estructuras y argumentos dramáticos. Es por ello que, los
bailes tradicionales, el lenguaje, las construcciones verbales humorísticas,
los personajes populares, las canciones y el lirismo de los paisajes,
constituyeron los aditivos que recrearon los discursos escénicos.
Hasta esta
altura el teatro nacional se caracterizó por poseer un esquema estético y un
mensaje asociado a exhortar a ciertos sectores, regiones, motivos y
representantes que se vinculaban con una mirada sesgada de la “chilenidad”, aquella tenían los intelectuales de la clase
media de la época.
Fue a partir de
los años 60, cuando recién los teatristas incorporaron el elemento popular en
su dimensión mítica-folclórica. La socióloga María Luz Hurtado, en el texto “Teatro
y Sociedad Chilena” (Universidad Católica, 1986), explica que esta veta tuvo
pocos antecedentes dentro de la dramaturgia nacional. Tal vez, los casos
excepcionales fueron: “La Bruja”, de Wilfredo Mayorga y “Chañarcillo”, de
Acevedo Hernández.
Los principales
ejes de esta corriente constituyeron las leyendas populares, los ritos y la religiosidad popular, básicamente de raíz
campesina. Estas obras se dieron el trabajo de recopilar algunos mitos, a
través de los cuales pretendieron explicar las contradicciones del hombre
contemporáneo, sus conductas y sus visiones arraigadas a elementos simbólicos
de nuestra cultura. En ese escenario, encontramos a: “Las Tres Pascualas”
(1957) de Isidora Aguirre; “Animas de día claro” (1962) y “La Remolienda” (1965)
de Alejandro Sieveking; “El Abanderado”, de Luis Alberto Heiremans, por citar
algunas.
Esta vertiente
dramática coincide con el rescate y
revalorización que se hizo en toda Latinoamérica de aquellas culturas que vivían
marginadas social-económica y políticamente.
De acuerdo a mi
percepción, son pocas las obras dentro de estilo que han trascendido con un
contenido histórico más universal. Posiblemente, una creación épica que parece de
mayor sustancia investigativa y estética
es Lautaro (1982), de Isidora
Aguirre. Al respecto, la autora en una entrevista señaló: “La única forma en
que podía apoyar a los mapuches de hoy
era recordando y destacando su hermosa epopeya, su amor entrañable a la tierra,
el que aún tienen, y a su cultura, su lengua y sus cantares”.
De todas
maneras, obras como Lautaro, que han hecho revivir nuestra historia, deberían volver
a la cartelera para ayudar a recuperar la alicaída identidad nacional que
vivimos.