EL TEATRO AFICIONADO EN
IQUIQUE Y LA PAMPA
Iván
Vera-Pinto Soto
Cientista
Social, pedagogo y escritor
Pedro
Bravo Elizondo ha sido uno de los historiadores iquiqueños que nos ha dado
suficientes pruebas que el Teatro Social tuvo un gran auge en el pasado, tanto
en Iquique como en la pampa salitrera. Por lo mismo, podemos conjeturar que
hasta el cuarto período del milenio anterior en nuestra ciudad y sus
alrededores había una proliferación de agrupaciones teatrales y salas que
satisfacían con creces la fuerte demanda del público local.
Desde
nuestra lectura, todos estos espectáculos tuvieron un innegable valor, porque
conformaron parte del tejido social y de la identidad regional, alcanzando una
notoria resonancia en el ámbito cultural de Iquique y en las Oficinas
Salitreras.
Es un
hecho que gran parte de los miembros de este teatro aficionado fueron unos
personajes idealistas, hicieron su quehacer por amor a su arte, ávidos a
experimentar emociones nuevas, aventuras extravagantes, contar historias cándidas
y también trágicas, sin mayores ambiciones económicas y bañados de una vocación
desbordada de pasión.
Por lo
demás, los relatos nos revelan que los integrantes de este tipo de teatro eran
actores y directores dotados de buenas condiciones histriónicas, pero carentes
de formación técnica-artística, sus dotes innatas los pusieron, de acuerdo con
los estilos establecidos a la cabeza del teatro de comienzo del siglo XX,
influidos por la mencionada “escuela de teatro española”, donde reinaba la
improvisación de textos, la “morcilla”(jerga teatral que se traduce como las
palabras o frases que improvisada y espontáneamente añade un actor al texto de
su papel durante la representación), las chistes fuera de libreto, el
histrionismo y el talento natural. No por todo ello, debemos quitarle mérito a
sus labores y a sus producciones, pues éstas formaron parte del imaginario
social de la gente y
contribuyeron
a darle vida cultural a un territorio que vivió por esas décadas muchas
penurias y sinsabores económicos y sociales. Hay quienes dicen que el teatro
chileno se ha basado en la inmensa labor desplegada por el teatro
no-profesional por muchísimos años y los antecedentes históricos así lo
comprueban.
Con
relación al anterior planteamiento, estimamos que aún hay una deuda por parte
de la historiografía teatral chilena, pues son pocas las investigaciones que
legitiman el quehacer teatral de este período y de sus hacedores aficionados.
Algunos
académicos pertenecientes a las casas universitarias decanas de la capital, con
algo de desdén concluyen que el teatro nacional se inició con la creación de
las escuelas de teatro universitario y con ello certifican que el teatro
“serio, académico y profesional” solamente pudo existir en esos espacios
restringidos de la sociedad chilena; por lo mismo, deducen que es una tarea
inoficiosa investigar sobre las décadas anteriores y menos de lo que haya
sucedido en provincias.
Para
refutar dichas creencias es preciso analizar la importancia que tuvo el teatro
aficionado para el público masivo en las décadas de 1910 y 1920, en un ambiente
donde eran exiguas las alternativas para disfrutar del teatro, debido a que la
ópera y la zarzuela extranjera -que en otrora tuvieron éxito- ya se batían en
retirada y la población estaba divorciada socialmente de esa cultura elitista.
Para
terminar, debemos reconocer que el teatro fue un ejemplo de especial distinción
en esos años de crisis económica. Así lo atestigua Sergio González en su texto “Iquique
Puerto Mayor” (1995): “Si bien el teatro tiene raíces en las Filarmónicas
primero y en los partidos y movimientos obreros después, especialmente bajo la
figura de Luis E. Recabarren, en los treinta y cuarenta, las compañías teatrales
tuvieron un auge en todo el Norte Grande y en Iquique en particular. También,
en los años cuarenta llamó la atención nacional la organización de la “Semana
Tarapaqueña” en Iquique; en las décadas siguientes las Fiestas de la Primavera
y los carnavales”. (66)
Estas
consideraciones prueban que no siempre los ciclos económicos van de la mano con
los estadios de desarrollo del arte y la cultura. Al parecer este tema es mucho
más complejo y merece un análisis profundo. Pues si bien la cultura y el arte
no son “transhistóricos”, sino que, por el contrario evolucionan y se determinan
mutuamente, pero también hay que considerar que la historia del arte nos ha
demostrado que no necesariamente los períodos de prosperidad y crisis económica
afectan de manera directa a la creación y la producción en esta materia. Eso
nos explica que la relación entre cultura y sociedad es conflictiva, desigual y
compleja. Es claro que los análisis deterministas de la cultura y de la
economía no conceden lugar alguno a la libre intervención humana o a los
factores endógenos de cada cultura, ya sea en la creación de instituciones
económicas y políticas, o en la elección de creencias y valores. Sobra con
revisar la historia del teatro europeo del siglo XX para darnos cuenta que,
precisamente, en los momentos de crisis (guerras mundiales) -aunque resulte
paradójico- se han generado importantes movimientos teatrales, obras, sistemas,
escuelas, líderes y prácticas que se han convertido en los principales soportes
del teatro contemporáneo y universal. Algo parecido ha ocurrido en el teatro
latinoamericano que frente a las crisis políticas, económicas y sociales, el
teatro se ha transformado en un momento en bisagra que ha dado origen a una
explosión del teatro social que interpreta las demandas de los sectores marginados
y explotados de cada país.
Ante ello
resulta oportuno puntualizar que, el arte y, en especial, el teatro,
constituyen mecanismos a través de los cuales los ciudadanos, las comunidades y
las regiones se definen a sí mismos. En este caso, podemos suponer que el
teatro de ese período buscó satisfacer en un sentido social a la identidad de
una colectividad, convirtiéndose, a su vez, en un vehículo para despertar la capacidad
colectiva a definir el derecho a hacer suya la manifestación artística, como
una necesidad básica.