TEATRO DE LA
MEMORIA
Iván Vera-Pinto
Soto
Juan Mayorga en
su texto “Teatro, política y memoria en el jardín quemado", nos señala
que “el teatro puede hacer visible una herida del pasado que la actualidad no
haya sabido cerrar. Puede hacer resonar las voces de los vencidos, que han quedado
al margen de toda tradición” (1999:9). Esta afirmación es muy admisible en
nuestros días, más aún cuando observamos que en no pocos escenarios
latinoamericanos el teatro se ha convertido en un arte de la memoria, develando
situaciones e historias dramáticas que han sufrido por largo tiempo sectores
sociales marginados, minorías culturales perseguidas y trabajadores subyugados
por la maquinaria capitalista.
En esas
circunstancias dolorosas y traumáticas el teatro se ha transformado en un medio
para redimir a las víctimas del pasado con el propósito de impedir que esos
dramas vuelvan a repetirse en la actualidad.
Bertold Brecht,
maestro del Teatro Epico Contemporáneo, a comienzo del siglo XX nos planteaba
que el propósito del arte escénico era “mimetizar la realidad”, presentar ideas
e invitar al público a hacer juicios acerca de ellas (efecto de extrañamiento o
alienación). En el fondo propiciaba el surgimiento de un teatro épico,
narrativo, cuyas representaciones apuntaran a originar una conciencia crítica entre
los espectadores y actores.
A pesar que en
los nuevos tiempos no existe un entorno proclive a crear y difundir un teatro de la reflexión y mucho menos que se
compenetre con ciertos momentos negros de la historia de los pueblos y por lo tanto de la memoria de un país; sin
embargo, aún persiste en la escena de nuestro continente la postura ética y
política de inventar un teatro creador de memoria y conciencia (Teatro
Yuyaskani-Perú, Colectivo La Patogallina- Chile, Rajatablas- Venezuela, Teatro La Candelaria- Colombia, por citar algunos)
En ese
entorno, observamos que un conjunto de
directores y actores teatrales actuales ponen en el tapete de la discusión
historias que reflejan las profundas contradicciones estructurales de la
sociedad que les ha tocado vivir y reviven epopeyas escritas con la sangre de
los trabajadores de sus respectivos países. Por esta razón, no es menos cierto,
que el teatro es esencialmente político, porque es “imagen materializada” de lo
que ocurre en nuestra vida social.
Hay quienes afirman
que en épocas de crisis profundas como las que sufrimos cíclicamente los
latinoamericanos, el arte en general y el teatro en particular, se transforman
en una suerte de parapeto desde donde se pueden defender algunos valores. Precisamente,
una constante que se ha manifestado en los períodos más oscuros de nuestra
historia nacional, es que la cultura se ha levantado como el refugio donde la
creatividad se mantiene viva y activa. Por todo ello no es extraño que en los
quiebres institucionales y las etapas de imposición de culturas dominantes se
origen obras de teatro cuyos ejes centrales son la memoria y la identidad.
El teatro
frente a la guerra, la explotación del hombre por el hombre, las injusticias,
la opresión, la barbarie y las ciénagas sociales, nunca ha guardado silencio;
por el contrario, ha hecho relucir su palabra y su acción como formas para
remecer a los espectadores y evitar así la resignación al dominio de otros.
Por estos
fundamentos celebramos recientemente en Iquique la edición de dos libros
nortinos, “Coruña, la ira de los vientos” y “Antología Crítica del Teatro
Obrero”, que en su escritura develan con verdad la realidad social de los
obreros de la pampa salitrera, no para reproducirla como una mera estampa
folclórica, sino para comprenderla en su contexto e intervenirla en una
perspectiva futura.