DIA DE LA PASION
Iván Vera-Pinto
Soto
Académico UNAP
Fue durante mis primeros años como
estudiante secundario cuando comenzó mi entusiasmo por el teatro, un mundo
mágico que me cautivó desde aquel momento y que aún lo llevo, por cuatro
décadas, en mi maleta. Así, como otras historias personales, el encuentro con
este arte fue casual, tal como es el amor apasionado.
Hoy, por sobre otras cosas, me doy
cuenta que mi vocación está en las tablas y decididamente estoy involucrado
como actor, escritor y director de muchas producciones teatrales. Tal vez, en
este relato no hay nada nuevo que descubrir, nada diferente a la existencia de
otros “locos” del arte. Sin embargo, debo reconocer que el poder y espíritu
teatral se enquistó profundamente en mi conciencia cuando viví en la ciudad de
Ayacucho; en ese “Macondo” peruano lleno de contradicciones políticas y
sufrimientos sociales. Fue allí donde aprendí
a ganarle a la vida y exponer públicamente mis ideales, actuando en escuelas,
sindicatos, plazas, comunidades campesinas y actos públicos.
En ese punto de la tierra, escenario
terribles dramas, fue donde me convencí que el teatro era un importante medio
que podía influir en la personas y en la historia de las naciones. Fue por ese
tiempo que más de alguna de mis obras provocó la reacción airada de la
autoridad política, provocándome dolores de cabeza e incluso la privación de mi
libertad.
A mi regreso a Iquique (1979), en
pleno gobierno dictatorial, no pretendí hacer teatro para no convertirme en
cómplice de la censura artística que existía en el país. Sin embargo, en esos
difíciles días, necesitaba buscar un refugio, un metro cuadrado, para mi cultivar
mi secreta pasión. Fue así que surgió la posibilidad de trabajar en la Universidad de Chile
y desde entonces han pasado veintinueve años de labor ininterrumpida; ciertamente,
con altos y bajos, con alegrías y lágrimas. Y no podía ser de otra manera, no
hay ningún teatrista en la tierra que no sude, sufra y se atormente por llevar
adelante sus obsesiones, en un ambiente social que no siempre le es favorable.
Al transcurrir el tiempo, el arte
escénico me ha permitido estar comunicación con diferentes grupos sociales,
etnias, colores y credos. De todas esas experiencias personales sigo
aprendiendo y me esfuerzo por comprender y
respetar las diferencias que siempre deben existir entre las personas,
en una sociedad pluralista y democrática.
Ahora, en mi madurez, reafirmo mi
convicción de considerar que el teatro debe estar al servicio de las grandes
causas de la humanidad. No podemos estar ajenos al flagelo de la guerra. No
podemos pensar que ese no es un tema que nos compete como artista. El teatro es
y será siempre vida. Por ello es nuestro deber denunciar las confrontaciones
fraticidas entre los pueblos y las situaciones de intolerancia social que se
acrecientan en nuestra comunidad internacional.
En el Día Mundial del Teatro (27 de
marzo), los artistas no pueden callar ni perder la visibilidad de los martirios
que viven los hijos de la guerra en muchas latitudes. Hay que desenmascarar a
los falsos dioses que nos gobiernan. Es una obligación ética escribir y
representar obras que convoque, al igual que en sus orígenes, a la polis y que permita dialogo y la acción social.
Sólo en ese acto, esencialmente político, tal vez, podamos influir en las nuevas generaciones
para que la historia de dolor y muerte no vuelva a repetirse.
Anoche, en la soledad de mi
escenario, sentí voces. Parecían verdaderas letanías de víctimas que me decían
que no hay que guardar silencio, porque amamos las palabras liberadoras y, además,
porque la mejor manera de hacer justicia
es impidiendo que hayan más víctimas en nuestro mundo.