DE LO RELIGIOSO A LO PROFANO
Iván Vera-Pinto Soto
Los carnavales desde
su origen en la antigua Sumeria, hace más de cinco mil años, han marcado pauta en el mundo por su extraña
combinación de locura, tristeza, festividad e historias. Cada pueblo, cada
cultura, tiene y celebra a su modo este rito adoptado por el cristianismo y que proviene del latín
medieval carnelevarium -"quitar
la carne"- refiriéndose a la prohibición religiosa de consumir carne
durante los cuarenta días que dura la cuaresma.
En Huamanga, ciudad andina
ubicada al sud-oriente del Perú, se celebra estas festividades de un modo particular. Desde inicio del mes
de febrero, los diferentes barrios, antiguas divisiones de cofradías,
prepararan sus conjuntos carnavalescos. Los preparativos coinciden con el
domingo anterior al miércoles cenizas. A partir de ese momento toda la
población se prepara para realizar verdaderas competencias entre los
participantes con canciones, chistes, refranes, disfraces, bailes, agua, papel
picado y hasta con frutas (tunas).
El dos de febrero en
esta señorial ciudad se efectúa el día de la virgen de la Candelaria, fiesta
patronal organizada por el barrio del Calvario. La responsabilidad de la
organización del evento religioso recae en el mayordomo, quien tiene la
obligación de abastecer de comida y licor; y, además, de contratar una banda
típica que amenice la fiesta. Posterior a la procesión religiosa que recorre
las principales arterias de la urbe, el mayordomo solicita la colaboración
voluntaria en dinero, prendas y alimentos a todos los colaboradores para poder efectuar
el tradicional “Tira Qarro”. Este acto simboliza el carácter telúrico de la
festividad, en donde el mayordomo personifica a Pqllay (antiguo dios festivo y
báquico de la mitología quechua que representa la prosperidad y la abundancia).
Luego el mayordomo recorre todas las calles en alegre comparsa, bailando una
viva “arascasca”, una suerte de trote al compás de una improvisada comparsa de
músicos.
En cada esquina las pandillas
se detienen para hacer gala de su destreza en el baile y para empinar unas
cuantas copas de “caña pura” (alcohol de
caña de 80 grados). Asimismo, la masa de gente golpea las puertas de las
viviendas para solicitar dádivas a los vecinos; posteriormente estos regalos son
lanzados desde la torre mayor de la iglesia del barrio para beneficio de todos
los asistentes. A partir de esta etapa se produce lo que el antropólogo Robert
Redfield, en sus estudios de Yucatán, denomina como “el tránsito del día sagrado
al día de fiesta”, es decir, la fiesta religiosa se convierte tanto en culto
como en diversión, propio del sincretismo hispano-andino.
De esta manera desde
el día domingo hasta la mañana del miércoles ceniza la ciudad se transforma presentando
un atractivo especial. La mayoría de las actividades públicas y privadas se
suspenden para que la gente intervenga en las comparsas populares. De igual
forma, los estudiantes organizados en sus centros culturales de cada provincia escenifican
sus bailes típicos. Agreguemos que las familias huamanguinas también hacen
derroche de los deliciosos platos típicos como: puchero, pukapincante, asado de
chancho, chicha de qora y de siete semillas.
En las calles se da
la bienvenida a las ardorosas comparsas quienes bailan al ritmo de sus quenas y
tinyas. Muchas veces el encuentro de ellas desata una fuerte lucha de cantos
satíricos y de ímpetu.
El carnaval es
turbulento, aunque no posee la violencia de los grotescos carnavales europeos
con sus carros alegóricos y reinas. Su fuerza está sintetizada en la vehemencia
campesina que se demuestra ansiosa de conquistar la urbe. En el fondo, el
carnaval huamanguino es un medio de expiación de sentimientos, pensamientos y
aspiraciones de los campesinos que invaden las calles, llevando a cuesta todas
sus desventuras y esperanzas acopiadas por muchos siglos.