BRUNILDA, LA
SEMBRADORA
Iván Vera-Pinto
Soto
Con bailes de
su tierra, aplausos y aclamaciones se despidió la semana pasada del escenario terrenal
nuestra emblemática actriz Brunilda Correa Munizaga. Sólo el canto emotivo y humano fue capaz de calmar la dramática
escena de dolor de sus seres queridos, de su gente sencilla y de sus amigos.
Todos los que asistieron a esta última “representación” de la noble actriz,
comprendieron que ese acontecimiento representaba la separación, por lo menos corporalmente,
entre seres que se apreciaban.
Hace diez años
atrás apareció en mi oficina una dama de cuerpo frágil, estampa digna, mirada limpia y voz
penetrante. Me contó que venía con su familia desde la ciudad de Coronel a radicarse en nuestro puerto. Del
mismo modo me describió, con lujo de detalles, las múltiples actividades
escénicas que por los años sesenta había realizado con la compañía
universitaria de Concepción. Eran los años heroicos del teatro universitario,
cuando los jóvenes artistas se movilizan con pasión por todos los rincones del
país proyectando su utopía social.
Doña Brunilda,
como la llamábamos respetuosamente, era una de esas personas asertivas, humildes
y transparentes que daba confianza desde el primer momento de conocerla. Y así
ocurrió. Le propuse que me ayudara en la constante misión del grupo Expresión: inculcar
en la gente el amor por el teatro. Sin mediar mayores protocolos técnicos (por
lo demás poseía “años de circo”) nos pusimos a trabajar en uno y otro montaje. Así,
con una inusual honestidad artística asumió las actuaciones protagónicas en las
obras “El Chumbeque a la Zofri” (1996), de
Bernardo Guerrero, “La pequeña historia de Chile”, de Marco Antonio de la Parra (1997), “Poquita Fe” (1998), “La Casa de Bernarda Alba”, de Federico García Lorca (1999) y “Hechos
Consumados”, de Juan Rodrigan (2000). Cada rol lo interpretaba con
responsabilidad, humanidad y talento; variables difíciles de alcanzar en el
oficio de la actuación.
Sin duda era
una actriz que gozaba de naturalidad y empatía, por eso lograba que el público
riera o se emocionara con facilidad. Era una mujer de teatro que no necesitaba
vocear su experticia; todo lo contrario, sabía que - tal como lo había hecho en
su vida personal- tenía que trabajar estoicamente en el escenario, de la misma
forma que lo hacen los grandes forjadores. Por lo mismo, no tenía complejos de hacer ejercicios y
juegos dramáticos con los más jóvenes o de embarcarse en las locuras creativas que
exige el trabajo escénico. Era una auténtica hormiguita voluntariosa que
colmaba a los demás con su entusiasmo y perseverancia, características muy
propias de la gente con temple de Quijote. Al poco andar en las tablas
universitarias se ganó el afecto y el respeto del conjunto; toda vez que
sorprendía con su generosidad y congruencia de madre proletaria.
Si bien el
teatro de la vida continúa sin dar tregua, las buenas acciones de las personas
valiosas trascienden, sin sucumbir. Es probable que en estos días doña Brunilda
regrese -tal como era su último deseo- a la Sala Veteranos del 79 para leernos con su voz profunda un poema de Lorca. Presiento
que la acompañarán las buenas energías de Dusan Teodorovic y Guillermo Zegarra,
padres tutelares que rondan y protegen a ese diamante morrino.
Desventuradamente
– tal como expresó el dramaturgo Jorge Díaz- “el tiempo es un pájaro, un ave de
vuelo veloz” y a veces no alcanzamos a cumplir con todos nuestros propósitos. Tengo
la sensación que estamos en deuda con doña Brunilda, que no alcanzamos a compartir
con ella muchas fantasías, muchas piezas, como “Madre Coraje” de Bertold Brecht, la que irreversiblemente se nos quedó en el páramo del arte.
Estoy convencido
que doña Brunilda, sin ambicionarlo, pasó a formar parte de esa legión de trabajadores
del arte que siempre soñaron con un Iquique lúdico, entretenido y bello. Esos seres
especiales que saben sembrar trigo sin exigir recompensas, que redimen la
existencia con amor, que dan esperanzas de vivir y que brindan sus pasiones para que otros continúen
construyendo la senda de una vida mejor. Por ello no podemos decirle adiós,
sino hasta siempre doña Brunilda.