PRESENTACIÓN
DEL LIBRO “OBRAS DE LA MEMORIA”
DE IVÁN VERA-PINTO.
PALACIO ASTORECA, IQUIQUE. JUEVES 30 DE ENERO
DE 2013.
En esta presentación de las obras de Iván Vera-Pinto,
hablaremos, además, del arte teatral.
Sin duda, el Teatro (del griego “Theatron”, lugar en que
se observan sucesos) fue, si no la primera, la más efectiva de las expresiones
del Arte, entendido no sólo como aquello que es intrínsecamente, el clímax de
la creatividad y la intuición humanas, sino en tanto el instrumento más efectivo
que tiene el hombre para comunicar lo que siente a los demás hombres. El arte es,
entonces, un salir del ser humano de sí mismo, hacia el mundo de los demás; un
mundo complejo, heteróclito, al que la inteligencia humana no cesa por
descifrarlo. En todas las culturas conocidas, desde las épocas más remotas de
que se tiene conocimiento y memoria, hasta nuestros días, la esencia del
Teatro, puesto que es Arte, fue y ha sido llegar al fondo de la realidad,
conocerla en su esencia, y compartir ese conocimiento con todos a través de un
solo impacto intuitivo en la conciencia del espectador, impacto que debe
conseguir conmoverlo hasta lo más recóndito, a la manera del amor. El
expediente para conseguir este fin es lo que los griegos llamaron “catarsis,” que,
precisamente, entre todas las artes, alcanza su mayor dimensión, precisamente, en
el Teatro. El fenómeno catártico es, dicho brevemente, la progresiva transmutación
del espectador en parte constituyente de la obra teatral mientras ella
transcurre; es decir, el Teatro consigue que él viva la trama que, probablemente,
sólo se disponía a contemplar al entrar a la sala de teatro, y, muy importante,
de la misma forma en que la viven los personajes en escena. Para los chinos,
los japoneses y nuestros griegos, que son los pueblos antiguos de los que más
conocemos su teatro, y muy especialmente a partir de los últimos, la conmoción
que produce en el alma de los espectadores que acceden en plenitud a la
catarsis teatral, debía, más que mostrar realidades y mundos, hacerlos amar a
los personajes, como sus iguales en humanidad. Esto, a tal punto, muy
específicamente en el mundo griego, que si sufren, nos lleva a solidarizar con
ellos, no sólo durante el espectáculo, sino siempre. El aquilatar bien toda la
dimensión de ese sufrimiento, produciría un cambio en la conciencia del
espectador; un cambio inesperado para él, y del que no tenía la menor sospecha
que sobrevendría unas horas antes del espectáculo. En otras palabras, el Teatro,
con todas variantes, desde la pantomima hasta el cine, puede hacer del hombre
un ser distinto. Esto no sólo lo consigue con la trama misma de la obra, que
bien al leerse podemos imaginarla en un escenario, sino a través del más esencial de los
componentes del fenómeno escénico, la actuación de los actores y actrices que dan
vida la obra teatral. Actuar un personaje no es, como a veces cree el vulgo,
remedar, fingir. No. Es crear a un ser humano; crear a alguien que antes de la
presentación de la obra no existía. En efecto, cada vez que se presenta un
Hamlet, una Julieta, un Profesor Higgins, o un Mackie Navaja, lo que vemos son personas,
tan humanas y reales como nosotros. Existen, están allí en carne y hueso, y,
desde luego, nada tienen que ver con los actores cuyos nombres figuran en las
carteleras. Se mueven delante nuestro, esperando que hagamos algo con o por
ellos. Ese fenómeno mágico, en el sentido más estricto del término, que no es
lo mismo que fantástico, es la transformación de la materia en una sustancia nueva,
así como lo es, literalmente, la transubstanciación eucarística para el fiel
católico, mas con un importante agregado, el poder de impulsarnos a actuar. Eso
es Teatro. Así lo fue siempre, con el teatro chino confuciano, con el teatro No
japonés, con las tragedias de Aristófanes y Sófocles, con Shakespeare, García
Lorca, Molière, Brecht, Shaw, Williams. Es decir, el teatro, si es tal, primero
nos conmueve, luego nos cambia, y, finalmente, nos mueve a la acción.
La obra de teatro contiene, necesariamente, una situación
espacio-temporal que es siempre única, que vincula al actor con el espectador,
y, por extensión, al espectador con el creador de esos personajes, ese pequeño
dios, como diría nuestro Huidobro, el artista autor, el dramaturgo. El
dramaturgo, los personajes, el director de la obra (a menudo él mismo), y el
espectador, en suma, forman esa gran unidad que es el fenómeno teatral en su
totalidad, lo que algunos llaman “la comunidad teatral”. Esa situación
espacio-temporal, determinada forzosamente, incluso, lo quiera o no el autor de
la obra, por el lugar y el tiempo en que vivía cuando concibió y escribió su
obra, es aquello que él comparte con los espectadores. Entonces, el vínculo
entre teatro y contexto histórico, aunque en el artificio escénico, la mise en scène tome la forma de símbolos,
absurdos u objetos, y además no sea, en apariencia un reflejo de la realidad más conocida,
siempre, la contiene, y esa es la realidad que comparte toda la comunidad
teatral.
Como toda creación artística, la pieza teatral, es
autónoma con respecto de la realidad; y tanto, que hasta lo es del propio
autor, como lo demuestra tan genialmente Pirandello con sus Seis Personajes en Busca de un Autor. Ya
veremos cómo Iván también lo demuestra, en una de las piezas de Obras de la Memoria. La creación dramática es, por sobre todo, libre y
autónoma, de todo. A tal punto es así, que ya se ha transformado en un asunto
de objetividad histórica que los artistas siempre tendrán problemas con el
poder establecido, ligado siempre, en mayor o menor grado, a aquello tan nefasto que se hace llamar
ideología, que caracteriza nítidamente a toda tiranía, a las dictaduras y las
seudo-democracias. Por cierto, siempre el autocratismo, desde el
aristocratizante Platón de La República (esa propuesta que fue la gran
enemiga de la democracia ateniense, que tanto defendió su discípulo y opuesto
filosófico, el Estagirita), el artista, si en verdad lo es, ha sido siempre un
perseguido; y muy especialmente, el dramaturgo. Así ha sido siempre, por la
eficacia del teatro en cuanto remover las conciencias. La relación entre obra y
realidad, como en toda obra de arte, no es calco ni reproducción. En ello
radica, precisamente, la eficacia de la que hablo. Hay una poderosa mediación
metafórica entre el dramaturgo, los actores y el espectador. Es esa mediación
metafórica lo que puede envolver en el breve lapso de una o unas cuantas horas,
no sólo días, años, siglos, sino toda vida, integérrima, con el efecto, en
virtud de esa mediación, de transformarse en el escenario en un mensaje ético,
directo e invisible. Es eso lo que enriquece, multiplica y hace tan complejo
como efectivo el vínculo entre el dramaturgo, sus actores y el espectador.
También es importante señalar que en tanto arte, el
teatro tiene un solo fin, el ser sólo teatro, y nada más. No debe servir a priori a nadie, como decía
Wilde, y puede adquirir cualesquiera formas y penetrar cualquier aspecto de la
vida. Aunque muchas veces, en virtud de las muy variadas formas en que puede
darse no lo denote, el teatro halla siempre la forma de vincularse con lo real
y, por lo tanto, con todos los fenómenos que forman la vida. Por cierto, nada hay que pueda serle ajeno. Puede
abarcar todos los mundos; con toda seguridad, como ninguna otra expresión
artística. Tiene, por ello, aunque se vuelva fantasía pura, la potencia de
reflejar con nitidez toda forma de experiencia y sentir humanos. Pensemos, por
ejemplo, en dos seres fantásticos, el Monstruo Calibán y el Ángel Ariel que se
enfrentan en La Tempestad de Shakespeare. La arena en que se
produce ese enfrentamiento mítico es el alma de un hombre, Próspero, el
desterrado político que debe sobrevivir con su hija Miranda en una isla de
exilio. O pensemos en los sueños de Willie Loman, que escenifica Arthur Miller
en su Muerte de un Vendedor. El teatro, entonces, puede mucho mejor que sus
congéneres del Arte, poner al espectador frente a sí mismo en la contemplación
de la realidad, aunque para ello deba usar los instrumentos del sueño y el
mito. Es aquí, precisamente, el punto en que el Arte se vuelve ético, pues
enseña y conduce, puesto que necesariamente incita a la acción, y, así, conmina
a asumir posturas en el terreno político. El género dramático, llevado a la más
específica forma en los marcos de este sello, en general, se lo conoce con
diversos nombres, según ciertos énfasis. Se lo llama Teatro de Vanguardia,
Teatro Épico o, más directamente, Teatro Político. Esta reflexión es
especialmente pertinente en este instante, porque ahora entramos derechamente a
hablar de la obra de nuestro colega, el actor y dramaturgo iquiqueño Iván Vera
Pinto.
El teatro de Iván es, según el mismo lo define, un teatro
de impronta política (e Iván, les aseguro, no sólo sabe muy bien como artista qué
es teatro, sino sabe también, como cientista social, qué es Política; ergo, sabe qué es el teatro
político). Su obra refleja, por supuesto, lo que son y sienten personajes
diversos; empero, a esos personajes los sitúa en medio de realidades sociales
injustas y opresivas, en que el fuerte oprime, explota y aniquila al débil; en
que muchos, a los que todo les falta, trabajan para unos pocos, a los que todo
les sobra ; en que al rebelde se lo persigue y mata. Eso es, simplemente,
política, y teatro político. El mero didactismo, claro está, no es arte. Vale
decir, el buen teatro del género al que adscribe Obras de la Memoria,
no viene a decir a nadie lo que hay que hacer por la liberación de los
oprimidos, porque no tiene necesidad de hacerlo; bástale su capacidad de,
primero, trasladar al espectador desde su asiento hasta el escenario, y así ser
parte de la obra; y de allí, ya fuera de
la sala, eventualmente, a hacerlo militar, de cualquier forma y grado, en la
lucha por dar término a la opresión; en otras palabras, a cambiar el mundo. Ese
es el poder del buen teatro político, épico o de vanguardia, y, por ello, de las
obras que hoy presentamos. Falta, sin embargo, verlas en escena, porque si eso
no ocurre, serán otro tipo de arte, Literatura, no teatro. Algo así como puro
amor platónico. La consumación de ese amor, es, por cierto, la imprescindible mise en scène, que quisiéramos ver muy
pronto.
El teatro tiene un largo recorrido en su historia. Como
dijo hace un siglo el fundador del Teatro Político, el dramaturgo marxista alemán
Erwin Piscator, la mejor forma de hacer política anticapitalista y pro-socialista
(lo que llamamos política revolucionaria), es hacer un teatro que tenga el fin político
de crear lo que Marx llamó “conciencia de clase” en la mente de los
trabajadores. Se trata de iniciar la lucha por una cultura nueva, develando la naturaleza
alienante, desigual, hedonista y cruel de las instituciones que conforman el
sistema capitalista. Piscator, hombre teórico y de acción, a la manera del intellettuale organico de Gramsci, llevó
adelante, a su modo, ese sueño. Piscator se propuso unir, con plena conciencia
de clase, a los trabajadores. Qué otro nombre podría tener si no Teatro Político.
Para él, lo político en su esencia no se remite a la rutina a que nos
acostumbran a diario el poder establecido y los políticos profesionales. Pensaba
que la Política
es lo más propio del hombre, lo que lo define, recordando, otra vez, al conspicuo
demócrata Aristóteles. Lo político, entonces, no sólo tiene que ver con las
estructuras básicas de la sociedad, sino con la naturaleza del hombre, con sus
pasiones, grandezas y deméritos. Piscator
da aquí otro paso. Observa que no existe un arte que no sea político. Reclama
abiertamente que la mayor falacia en materia de Estética, es aquella de Ars gratia Artis. Por el contrario,
sostiene que tal premisa sólo puede ser sostenida por los satisfechos en este
mundo. Aun más, Piscator denunció la falsedad política de los artistas que se
hacen declarar neutrales, o artistas del “arte por el arte,” señalando que el
arte siempre toma partido, y la pretendida neutralidad en teatro, es la más
clara de las asunciones políticas públicas de la clase dominante. El arte de
Piscator, como él decía, es tan político como todos los demás, sólo que se
diferencia de los supuestos artistas “neutrales”, en que es un arte franco y
explícito en su objetivo. Señala, siguiendo esta línea, que el mejor dramaturgo
sólo puede ser aquél que de la manera mejor es capaz de dar vida en escena al
Anthropos Politkon de Aristóteles; es decir, al hombre en sí, actuando, en
tanto tal, en el mundo de la política contingente. Dice, finalmente, que el
solo hecho que el hombre viva con otros hombres, lo obliga a participar en
determinados tipos de estructuras temporales y espaciales de carácter
orgánico-social, lo que conlleva conflictos, que a partir de su individualidad,
debe resolver. Qué mejor comprobación de estos sus asertos, observa él, que las
tragedias griegas, las de Shakespeare y las comedias de Shaw.
El conflicto político siempre será el enfrentamiento del
hombre con el Estado. Eso es, muy precisamente, Antígona, la tragedia griega de la joven princesa que se enfrenta
al rey, su propio padre, por honrar a su hermano ejecutado por razones
políticas, lo que finalmente la lleva a la muerte; Romeo y Julieta, los jóvenes
amantes que reclaman el derecho político del matrimonio libre; La
Tempestad, con el exiliado intelectual Próspero, encarcelado
y enviado a una isla por la satrapía opresora de su pueblo que tuvo el coraje
de combatir; Willie Loman, el triste vendedor itinerante de La Muerte de un Vendedor, que, explotado hasta la
última gota de su sangre por una poderosa empresa comercial, termina loco y
suicidándose para asegurar el futuro de su familia. A diferencia de estas obras
de vanguardia, las de Piscator fueron directas, y tanto, que a menudo fueron
ácidamente criticadas por ello. A los ataques de ser panfletos y no más que un
cúmulo de consignas comunistas, Piscator respondía que la liberación de los
trabajadores necesitaba de una forma muy específica de arte, y que, llevado a
las fábricas y barrios proletarios, los
pobres y explotados del capitalismo entenderían su arte. Hay que anotar que
Piscator también respondía con la calidad artística de sus obras, que siempre
fueron bien escritas y llevadas a los escenarios con una imaginación y
creatividad de utilería inéditas en la historia del teatro; mas, sin escatimar
nunca la dimensión metafórica inherente a toda obra teatral, a la que me refería
anteriormente. No sabemos, al llegar a este punto, si en nuestro norte el líder
obrero Elías Lafferte Gaviño conoció las enseñanzas de Piscator. Lo que sí
sabemos es que Lafferte se embarcó en esa misma línea. Elías Lafferte escribió muchas
obras teatrales, que fueron dirigidas y actuadas por obreros pampinos. Por una
supina desgracia para nuestra cultura nacional, esas obras nunca fueron
archivadas o compiladas por nadie, y, simplemente, se perdieron.
En fin, con el tiempo, el teatro político que fundara Piscator
se hizo más fino y, me atrevo a decir, más profundo. Ello ocurrió con su
compatriota, el insigne y genial poeta y dramaturgo Bertolt Brecht, el creador y
primer representante del Teatro Épico moderno. Brecht, además de aprender de
los recursos dramáticos de Piscator (las canciones y los coros, los
confidentes, los afiches, las proyecciones cinematográficas, etc., todos
inventos de Piscator), le dio al teatro un corte universal, en y para todos los
tiempos y espacios. Así, tanto Galileo como La Opera de Dos Centavos y Madre Coraje de Brecht son
obras épicas, y, por lo tanto, también políticas, puesto que denuncian
realidades opresivas y avientan la necesidad imperiosa de darles fin y
sustituirlas por un mundo nuevo, mejor, desde luego, socialista y libre. El Teatro
épico de Brecht, es universal, y por ello, de una inmensa capacidad catártica,
a tal punto que, en definitiva, resulta ser más efectivo en lo político que las
obras que escribió y escenificó su maestro Piscator. La misma línea de Piscator
la aprehendió para su teatro el gran Federico García Lorca, cuyo teatro
itinerante “La Barraca”
recorría Andalucía, con muchas obras que, por terrible desgracia, se han
perdido o fueron incineradas por el fascismo franquista.
¿Por qué este preámbulo? Por que las obras de Iván Vera-
Pinto, son Teatro y son políticas. Siguen paso a paso las categorizaciones a
que he hecho referencia. Su fuerza reside, sobre toda consideración, en la exactitud de la caracterización humana
de los personajes, y en la conexión que establece entre esa humanidad con las realidades
socio-políticas en que se desarrollan sus vidas. En los trabajos de Vera-Pinto
no hay consignaría ni panfletos; y sin ellos, nos dice todo lo que hay que
decir en la esfera de lo clara y abiertamente político. Por cierto, Iván tiene mucho
que decirnos, sobre todo a nosotros, los nortinos. Antes de estas seis obras
suyas, ya había dramatizado la novela-tragedia política Los Pampinos de Luis González Zenteno, en su La Coruña o La
Ira de los Vientos, que nos presenta una gran parte de la
vida del primer organizador y líder de los obreros de Chile, Luis Emilio Recabarren.
Además de evocar la atroz matanza obrera de la Escuela Santa María, su trama redivive
la lucha obrera de los años 20 del siglo pasado en las oficinas salitreras La Coruña, Alto San Antonio y
Marusia, que, al igual que la masacre de Iquique, tiñeron de sangre nuestras
arenas nortinas. A ese trabajo, sumamos ahora estas nuevas seis, todas
creaciones suyas, que nos traen un siglo entero de vida social y acción
política, tanto en Chile como en el subcontinente latinoamericano. Esta es la obra
de Iván, que con mucho afecto hoy me honro de presentar a ustedes. En una
urdimbre muy coherente de conflictos sociales y pasiones humanas, estas seis
obras pueden ser extraordinariamente concretas en sus mensajes, como Oscuros Secretos de Sangre, Pellejo de Carne
o Las Voces de los Callados, y también fantásticas, como el drama griego La Epopeya de la Antípoda, en que el héroe-dios y mártir, que
muere en su lucha contra el tirano, resucita para siempre, a la manera de todos
los mártires por la libertad en nuestra América Latina. No obstante, el
leitmotiv e hilo conductor de toda la obra de Iván es el tema del hombre
enfrentado, en última instancia al Estado; vale decir, a un determinado orden
que es preciso alterar y hasta sustituir por uno nuevo. Al estilo de las obras
épicas de Brecht, Vera-Pinto sabe, por ejemplo, recordando a Samuel Johnson,
que “el patriotismo no es más que último refugio de los canallas,” aforismo que
excede, lejos, a la poesía y se torna una definición objetiva, y, desde luego,
abiertamente política, del militar torturador y violador latinoamericano y,
desde luego, chileno, que actúa con la máscara de la ideología de la “seguridad
interna” que hizo tan célebres en el mundo a las siniestras dictaduras de la Operación “Cóndor.” Es
muy interesante el modo en que el teatro de Iván adquiere fisionomías
derechamente modernas, y con elaboraciones muy propias y centradas en nuestra
historia e idiosincracia: las alucinaciones y apariciones de muertos y
fantasmas, el realismo mágico o simbólico (con los huesos que, por ejemplo, en Oscuros Secretos de Sangre Enrique
recoge en un carro de supermercado); un naturalismo que bordea lo passoliniano,
llevado en la misma obra al exacto plano de cómo fueron las cosas: la
depravación y el sadismo, con las torturas practicadas a mujeres por psicópatas
profesionales, en nombre de la
Patria y la seguridad interna. No faltan en la obra la muy
actual y necesaria denuncia al engaño político del patrioterismo, en nombre del
cual se desató la Guerra
del Salitre (aun mal llamada “Guerra del Pacífico”, como bien lo reclama Iván),
en la que, como dice la Mujer
en Pellejo de Carne, nuestros
soldados “no fueron a pelear por Chile, sino para los dueños de Chile”; y la
masacre de la Escuela Santa
María, llevada al mayor extremo dramático, cuando un soldado debe ametrallar a
los trabajadores, entre los cuales está su hermano.
Dejo, entonces, ante ustedes estas obras de nuestro Iván
Vera-Pinto, que condicen perfectamente con lo que Iván se propuso. Mostrarnos
la sórdida realidad de la injusticia, el abuso del poder, la explotación del
hombre por el hombre, y la resistencia de los oprimidos al yugo que el Estado
defensor de ese status quo ha puesto en sus cuellos. Sólo falta verlas, para
que, como teatro puro, cumplan cabalmente su fin.
Gracias.
Doctor Haroldo Quinteros