En víspera del año nuevo 2005 quiero con sinceridad desear mis
parabienes y reconocimientos a aquellos creadores locales que durante muchos
años han demostrado profundidad en su trabajo, han privilegiado la
exploración de lenguajes nuevos y han militado en una opción estética que da
cuenta de los problemas sustantivos de nuestra realidad social. Es indudable
que este perfil es dificultoso encontrar no sólo en nuestra ciudad, sino
también en el medio nacional donde bulle una producción artística
complaciente y excesivamente preocupada de la forma y no de la sustancia.
A modo de reflexión, creo que en estos tiempos hay un desconocimiento
sobre la función social del arte; tal vez esto ocurre como producto de la
ausencia de espacios que permitan examinar lo que significa e implica este
quehacer como herramienta de transformación social. Creo que más allá de
términos y definiciones convencionales falta socializar y elevar las
opiniones de los artífices que conduzca a la formación de una masa crítica
capaz de dar mayor trascendencia a las creaciones.
¿Por qué será que ocurre esa falta de movilidad y compromiso crítico
en las nuevas generaciones? Lo cierto que hay muchas razones. Es embarazoso
tener independencia cuando uno vive de lo que produce o escribe. Es por eso
que algunos artistas que intentan vivir del arte, hacen todos los esfuerzos
para que sus producciones sean accesibles a un mayor número de personas, con
lo cual les reporten beneficios concretos a sus vidas. En esos casos, el
compromiso con el arte es relativo y habitualmente los principios estéticos
se reacomodan a las circunstancias inmediatas.
Pero al margen de esos especímenes y en Iquique, existe una pequeña
legión de locos creativos, que no están preocupados del mercado ni de otras
nimiedades; que son tozudos con lo que aspiran, enamorados de sus proyectos,
irreverentes, críticos y visionarios. Maniáticos que siguen por muchos años
vigentes en su línea, sin bajar la guardia. De ellos podemos abreviar algunas
de sus cualidades y obras, por ejemplo: La incansable presencia poética de
Guillermo Ross Murray; la tenaz difusión de la iquiqueñez de Bernardo
Guerrero; las “Huellas en el Tiempo” de Hernán Pereira y Pamela Daza; el
compromiso musical y social de Abelardo Capetillo; las locuras creativas de
Julio Miralles; el “Engatuzarte” de Alberto Díaz; el reencantamiento con el
jazz de Francisco Villarroel; la proyección cinematográfica de Siboney Lo;
los documentales de la memoria de Marcos Luza; las narraciones de nuestro
puerto de Patricio Riveros; la exploración del folklore latinoamericano de
Mario Cruz; la empatía con el teatro infantil de Sonia Castillo; el trabajo
poético-formativo de Pedro Marambio; la experimentación musical de Mauricio
Santander; la Antología Poética de Alberto Carrizo; las infinitas crónicas de
Senén Durán; la eterna boya de plata de Checho González; la artesanía de
cochayuyo de Luis Astudillo; las conferencias poéticas de Haroldo Quinteros;
la pluma militante de Mayo Muñoz; la alegría eterna de Willy Zegarra; la
solidaridad con los gestores de Guillermo Jorquera; los sueños artísticos de
Carlos Morales; el dragón cultural de Ricardo García; la guitarra clásica de
Raúl Jorquera; la textilería aymará de Milena Mollo; el desierto poético de
Mauricio Gatica; la visión musical de Monserrat Rivera; la poesía cargada de
futuro de Juvenal Ayala; el amor por la cultura ancestral de Mauricio Novoa;
los desiertos personales de Pedro Rodríguez; el premio Gabriela Mistral de
Jaime Ceballos, la guitarra electrónica de Jorge Vizcarra; el humor de Juan
Carlos Rocha; la dramaturgia para niños de Guillermo Ward; la universalidad
de Enrique Campusano; el realismo pictórico de Alexie Marincovic; la
“Rebelión en la Pampa” de Pedro Bravo Elizondo; las investigaciones sobre las
salitreras de Sergio González; los recuerdos teatrales de Jaime Torres y
Cecilia Millar; la voz de Ximena Brain; el arte popular de Drago López; los
fantasmas del salitre de Félix Reales, la recordable Kukaskay de Iris de
Caro; la incansable gestión de Laura Díaz; los cactus colmados de médula
poética de Cecilia Castillo; la pedagogía coral de William Sembler, la
humildad del “tata” Carrión; los recordados conciertos de Norma Petersen y
Teresa Lizardi; y, el homenaje que aún le debemos a Oscar Hann. Sin olvidar,
por supuesto, el aporte de quienes nos protegen desde la eternidad: Massis,
Iturra, Lara, Zúñiga, Advis y Hernández.
En fin, a los que involuntariamente he olvidado; a todos, infinitas
gracias por sus imperecederas obsesiones, las que íntimamente también
comparto.
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