TEATRO Y GLOBALIZACION
Iván Vera-Pinto S.
Recuerdo que en el Festival de Teatro de las Naciones (1978), organizada por la UNESCO, en Ayacucho, el debate de los teatristas de diversas latitudes estaba orientado en la búsqueda del llamado teatro antropológico, teatro grupal o tercer teatro, liderado por Eugenio Barba. Al pasar los años, puedo percibir que esta corriente de teatro todavía tiene vigencia en Latinoamérica; más aún, cuando hoy en día impera el paradigma de la globalización con los consiguientes resultados poco favorables para la supervivencia de nuestra cultura local.
El universalismo abstracto y la mitificación ahistórica de lo originario y ancestral que impone la cultura de la globalización, exige del teatro de este continente una postura decidida de revalorización de nuestra identidad. Por otra parte, es una idea aceptada que el teatro forma parte de la cultura popular, por lo mismo, éste debe operar oponiéndose a la falsa identidad que modela la globalización, dando énfasis en el cambio social, la memoria colectiva y el reconocimiento de nuestras culturas identitarias.
Recientemente participé en un encuentro latinoamericano de teatro en Arequipa, donde implícitamente fue requisito de selección conocer las expresiones locales a través de sus intérpretes y creadores. No hay duda que este tipo de iniciativa fortalece la idea de impulsar la diversidad cultural de los países y el que las compañías artísticas produzcan obras representativas de su propia cultura.
Desde mi punto de vista, focalizar la importancia que tienen nuestras propias raíces es un desafío, porque es allí donde encontraremos las respuestas y las necesidades masivas de nuestros pueblos. Lamentablemente, existe la imagen - muy difundida entre algunos teatristas y también en el público - que todo lo que se importa o lo que está planteado bajo la estética de trabajo de las grandes metrópolis es bueno y hay que imitar. Este es un enfoque muy parcial, subjetivo y con intereses no siempre muy claros, que no resiste ningún examen.
Esta opinión no pretende enfrentar las distintas alternativas expresivas que existen en el teatro moderno. Todo lo contrario. Estimo que los creadores debemos nutrirnos de todas las escuelas, tendencias y de las manifestaciones universales propias de este tiempo. Sin embargo, no podemos soslayar que el arte y el teatro en particular se deben a un contexto social y cultural particular. Los clásicos como Shakespeare, Moliere y Brecht, construían sus obras en base a temas permanentes y trascendentales del hombre, pero también tenían como referente a sus pueblos, a su gente que los alimentaban como dramaturgos. Tomar elementos de su entorno era la llave mágica que generaba la simpatía y adhesión incondicional de la comunidad, pero sobre todo le daba vigencia al teatro como fenómeno social.
La representación ingenua o abstracta de una obra teatral puede tal vez conmover y hasta confundir al público, pero difícilmente puede convencer y movilizar la energía de la gente a una transformación de las instituciones, costumbres, valores, visones de mundo, modelos de vida, etc. En cambio, cuando el teatro tiene como telón de fondo una temática enraizada con los códigos culturales del público, se produce una sintonía de intereses ideológicos y un cambio en las capacidades perceptivas y reflexivas de los espectadores. Esta es una hipótesis sostenida por el actual movimiento de teatro por la identidad, visualizada en la experiencia social americana y divulgada en los nuevos escenarios de nuestro territorio.