TEATRO SOCIAL
Iván Vera-Pinto
Soto
Con el advenimiento de la democracia en muchos países
latinoamericanos el teatro abandonó el
aspecto crítico que lo caracterizó en las tres últimas décadas del siglo
pasado, para encauzarse a tareas propiamente lúdicas y experimentales en su
forma. Sin embargo, se puede avizorar que en el futuro cercano el arte
dramático y los textos recobrarán importancia, con un potente contenido crítico
sobre la nueva realidad y los desafíos sociales que enfrentamos los ciudadanos
en este continente.
Tal como lo plantea el maestro de teatro español Alfonso Sastre
"La globalización y las manifestaciones que se están dando en varias
ciudades del mundo son un claro ejemplo de esto. Es muy probable que este comportamiento
crítico aumente y que vaya acompañado de un movimiento teatral de apoyo a esta
disconformidad hacia el sistema centralista neoliberal".
En ese escenario es muy posible que los dramaturgos y teatristas
tomen conciencia y vuelvan a escribir e interpretar desde una postura más
transformadora y liberadora. En otras palabras, es factible que se logre
perfilar un teatro menos superficial, menos de moda y con más densidad
dramática.
Lógicamente que el teatro no debe dejar de ser una actividad lúdica.
Su misión es entretener a las personas, pero esta distracción debe ser
compleja, es decir debe divertir y a la vez entregar valores. No es política y
nunca lo será, pero creo que ese aspecto lúdico debe revestirse con un evidente
ardor crítico y creador.
Por otro lado, debemos
reconocer que el teatro nunca perdió su esencia social, ni siquiera en las
peores circunstancias de quiebre institucional que experimentó el país. Aún
recuerdo que en los años 80 muchos chilenos nos refugiábamos en salas como la
del Teatro Comedia, donde el Ictus ofrecía sus trabajos metafóricos de la cruda
realidad que se vivía. Era el diálogo escénico casi el único medio de
resistencia política, que se expresaba a veces en voz alta y otras en susurro. Por
eso mismo, el teatro fue también en el gobierno militar reprimido hasta casi
desaparecer la producción original, favoreciendo el aparecimiento de un teatro
clásico y costumbrista, aquel que buscaba entretener al público, pero sin
ningún tipo de compromiso.
Por lo demás, el arte comprometido es algo muy humano. Si nos
remitimos al tiempo de los griegos, nos daremos cuenta que la tragedia
representaba dramas humanos. Shakespeare abordó todos los dilemas humanos
habidos y por haber. Casi es imposible
observar el arte el arte. El arte es producto de la realidad. Sólo se
explica en función de esa dimensión dialéctica.
Hoy en día vemos con optimismo que muchos jóvenes
teatristas están retomando la estructura y discurso crítico que caracterizó,
entre otros, a Isidora Aguirre y Juan Rodrigan. Igualmente observamos que, desde Andrés Pérez
hasta los festivales de teatro popular, está operando un renacimiento de aquel
teatro que se presenta como defensor de lo marginal, de las utopías, trasgresor
del orden social establecido, satírico en su lenguaje y cuestionador de los eternos
males sociales: La marginación social, la explotación del hombre por el hombre,
las drogas, la soledad, la represión, la alienación, etc.
Por consecuencia, creo que en democracia construir la
memoria histórica es un deber de todo artista comprometido con su comunidad. Este
tratamiento argumental y discursivo concuerda con las corrientes del teatro
posmoderno cuyo rasgo central es la problematización de la historia. Valorar y
difundir el teatro de contenido social y épico resulta ser una acción artística
sustantiva, especialmente para las nuevas generaciones de actores y público que
requieren escudriñar en su pasado y en su presente para poder construir un
futuro mejor y justo.